"La panelista": juego de espejos
Tal vez no haya mejor forma de ofrecer un retrato crítico de la televisión que ponerle un espejo adelante y eso es lo que hace el guionista y director Maximiliano Gutiérrez.
Como una de esas cajitas de música hechas con pedazos de espejos. Una de esas en las que al levantar la tapa aparece una bailarina que da vueltas mientras suena “Para Elisa”, pero que adentro esconde un mecanismo de relativa complejidad que contrasta con la simpleza de su apariencia. Así se puede definir a La panelista, opera prima de Maximiliano Gutiérrez, protagonizada por Florencia Peña. Es cierto que no se trata de una obra de alto cine, pero no hace falta llegar a eso para que una película esté realizada con oficio, resulte aceptablemente eficaz en términos dramáticos y constituya una opción entretenida. Netflix y sus Salieris están llenas de producciones internacionales que con muchos más recursos que La panelista no consiguen lo que esta logra: mantener al espectador atento.
La película está ambientada en el infernal universo de la televisión, de cuyos círculos el peor es el de los programas de chimentos, hábitat natural de esa especie convertida en plaga que son los panelistas. Una de ellas es Marcela, una mujer obligada a pelear en varios frentes. Por un lado, contra los años que se le vienen encima y amenazan con devaluar su figura, el bien más preciado en un espacio definido por el axioma legrandiano de “como te ven, te tratan”. Por el otro, con las dificultades de sobrevivir en un ecosistema caníbal en el que todos son depredadores y depredados a la vez. Uno de los gestos más interesantes de La panelista proviene del casting. Es que para darle cuerpo a sus criaturas ha recurrido a un grupo de intérpretes muy conocidos en la tele y casi nada en el cine. Eso, que puede generar suspicacias, acaba revelando inesperados potenciales. No solo por la labor de Peña (que exhibe algunos recursos que no son los que habitualmente explota en la tele), sino por el tono homogéneo y verosímil del elenco. Con picos como el de Martín Campilongo, habitual comediante, quien compone a un oscuro e intimidante columnista de policiales.
Con la amenaza de su jefe de no renovarle el contrato para la próxima temporada, Marcela entra en crisis y termina teniendo una disputa por una primicia con el panelista estrella del programa, quien esa tarde se despide para comenzar una carrera como conductor. La cosa termina en tragedia y lo que parecía avanzar hacia la sátira o la farsa pega un volantazo hacia el thriller, aunque La panelista no es una de Hitchcock, claro, y sus giros a veces son muy simples. Aún así se convertirá en un baile de máscaras en el que es imposible confiar en nadie.
Es cierto que, por ritmo y estética, la película por momentos luce “televisiva”, pero eso no necesariamente debe verse como un defecto, sino como una decisión. Al fin y al cabo, La panelista se propone como un juego de espejos, de reflejos engañosos e imágenes distorsionadas. Y tal vez no haya mejor forma de ofrecer un retrato crítico de la televisión que ponerle un espejo adelante, con una bailarina que da vueltas en el medio sin terminar de entender bien para qué.