Diario de viaje con interrogantes
El reencuentro con su padre, argentino exiliado por voluntad propia en Israel desde la debacle de 2001, le permite al realizador plantearse preguntas no sólo sobre ese país de adopción sino también sobre una “generación derrotada”.
La parte automática, ópera prima de Ivo Aichenbaum presentada hace más de tres años en el marco del Bafici (el realizador tiene además otras dos películas terminadas con posterioridad), puede ser descripta de varias maneras, pero es, ante todo, un diario de viaje en formato audiovisual. Como en los mejores exponentes de ese género literario –tanto en sus versiones profesionales como amateurs– la descripción impresionista y el tono confesional son esenciales: las imágenes y sonidos que Aichenbaum elige a la hora de construir la narración parten de la intimidad, se reflejan en el mundo y vuelven a su emisor transfiguradas. En el año 2011, el realizador visitó Israel junto a otros jóvenes argentinos de origen judío, travesía que parece cruzar el turismo con la búsqueda de raíces religiosas y culturales pero que, a juzgar por algunos segmentos elegidos como ilustración general, se acerca bastante a la idea de un viaje de egresados para jóvenes adultos. En el fondo, según confiesa su grave voz en off durante los primeros minutos de proyección, el viaje era una oportunidad para el reencuentro con un padre ausente, exiliado por voluntad propia en tierras israelíes desde la debacle de 2001.Esa ausencia, apenas morigerada por algunas visitas esporádicas a la Argentina, es la que el director intenta conjurar en la primera mitad de La parte automática, resultado de un destierro en principio económico que Aichenbaum relaciona de manera oblicua con la diáspora del pueblo de Israel y directamente con el de “una generación derrotada”, la de sus padres. “Yo fui concebido en Nicaragua”, relata al comienzo, luego de que una pantalla en riguroso negro permite escuchar una versión íntegra del Himno de la Unidad Sandinista. Es precisamente la revolución sandinista, en los primeros años ’80 (su padre, comunista consumado, sirvió allí como médico de guerra) la que vuelve desde el recuerdo a iluminar o, al menos, a refractarse en esa otra problemática irresoluble que golpea desde hace décadas el territorio de Israel/Palestina. No es casual que un plácido plano en el centro histórico de Jerusalén se vea súbitamente violentado por el paso de cuatro o cinco cazas en vuelo rasante. “¿Cómo es posible que el pueblo judío se haya transformado en un pueblo guerrero?”, se pregunta una compañera de viaje durante una visita al Museo del Holocausto; la respuesta de la guía del lugar a otra pregunta tiene, en parte, la forma de una excusa. Esa zona ambigua, llena de inquietudes e incógnitas, es la elegida por el realizador como concepto y punto de partida del desarrollo de su film.Hay otras preguntas sin respuestas (¿por qué los kibutz ya no son lo que eran?, ¿qué consecuencias traerán sobre la región esos movimientos populares bautizados por la prensa como Primavera Arabe?) y algún que otro misterio en una película que elige el recorte visual de una cámara fotográfica transformada en aparato de registro cinematográfico. Registro semiprofesional, habitado por un pulso hogareño, pero que, sin embargo, en más de una ocasión se transforma en cine puro. Es lo que ocurre, por ejemplo, en el breve interludio romántico que Aichenbaum describe con sutileza y sin ocultar una importante carga de melancolía, poco antes del reencuentro con su padre. La chica abandona el departamento y deja a su futuro ex amante en soledad; la cámara, sin cortes de ningún tipo, encuadra objetos de la habitación –libros, fotos, tazas, un cenicero, una cortina– y vuelve repetidas veces a la ventana que da a la calle, quizá con la esperanza de captarla una vez más antes de alejarse del lugar. Hay algoinasiblemente bello y triste en esa secuencia, que el film permite ver con sus fueras de foco y temblequeos intactos, mientras la banda de sonido, sin aderezos, amplifica los sonidos de los mecanismos internos del aparato. Esa búsqueda no exenta de riesgos es la que permite apostar por el futuro de un realizador que hace de la sencillez y la sensibilidad dos de sus cartas más potentes.