La clave pasaba por lo personal
Los diarios de viaje suelen ser problemáticos en el universo cinematográfico, y más todavía en el género documental, donde no están permitidas ciertas licencias que pueden tomarse en el terreno ficcional. Es difícil conseguir el tono preciso para que la experiencia subjetiva, personal, ese recorte espacio-temporal a través del movimiento interese al espectador, entablando un lazo empático. La parte automática logra estos objetivos sólo de a ratos y no llega a impactar con su propuesta.
El film de Ivo Aichenbaum cuenta el viaje del realizador a Israel, donde se reencontrará con su padre, quien trabaja como médico tras abandonar la Argentina debido a la crisis económica del 2001. La travesía no es precisamente directa, ya que en primera instancia formará parte de un grupo de jóvenes judíos que hacen turismo cultural gratuito. Esa será la excusa para ir reflexionando, alternando el distanciamiento con apreciaciones marcadas por lo personal y autobiográfico, problematizando la relación paterno-filial, el ensamblaje del discurso de izquierda, las tradiciones judías, lo heredado y la construcción de identidad, siempre con una mirada donde impera lo fragmentario. Decíamos que La parte automática sólo de a ratos consigue capturar el interés de la audiencia, y eso quizás se deba a que el director no termina de entablar una interacción fluida entre las imágenes y su casi omnipresente voz en off, donde haya un complemento o incluso contraposición realmente efectivos.
Hay, en los apenas sesenta minutos que dura la película, una vocación sumamente abarcativa y, principalmente cuestionadora, hasta desencantada sobre los discursos establecidos, a nivel político, religioso, cultural e incluso familiar. Aichenbaum tira palos para todos lados -poniéndose incluso demasiado sentencioso, aún desde la sutileza-, incluso cuando parece ser más conciliador pero, vaya paradoja, su punto de vista interesa más cuando se mira a sí mismo y la forma en que se conecta con los otros, porque hace referencia a tópicos que atraviesan a cualquier individuo. Por eso los mejores momentos son esa mini-historia de amor que surge y se disuelve promediando el largometraje -en un arriesgado desvío que cobra llamativa complejidad- y los minutos finales, donde el cineasta termina de hacer foco en el encuentro -o más bien, desencuentro- con su padre, donde sigue imponiéndose una perspectiva de choque, pero con la lucidez suficiente para entender los dilemas y frustraciones de la otra persona.
Ensayo personal como es, La parte automática quizás hubiera funcionado mejor como mediometraje, lo que habría concentrado seguramente la potencia narrativa en el diálogo padre-hijo (con la figura paterna sin voz propia, pero utilizando como vehículo la filial). A veces, es mejor dejar de lado ciertas ambiciones en pos de lo más cercano y universal.