Esperanza agridulce
Un Ken Loach extrañamente optimista y esperanzado demuestra con “La parte de los ángeles”, una comedia ligera y agridulce, que para sobrevivir en este sistema hay que trampear las reglas y hacer, con cierta cuota de talento y osadía, lo que la mayoría no se atrevería a hacer. El director, que a partir de un cine socialmente comprometido supo reflejar en sus películas la involución conservadora británica de los años 80 que aceleró los procesos de descomposición social en el mundo desarrollado, se puso al frente con buen pulso y mucho sentido del humor de un elenco de actores casi desconocidos, sobre todo de Paul Brannigan, un actor proveniente de la calle, con pasado delictivo y todo, que da vida a Robbie, un muchacho a punto de ser padre y que tiene una cuenta pendiente con la justicia. Loach, detrás de cámara, lo conducirá a buscar su propio camino y salida, cambiando así esas verdaderas trompadas a la mandíbula que fueron sus filmes (“La tierra de mi padre”, “Tierra y libertad”) por una caricia esperanzadora. En “La parte de los ángeles” otra vez Loach regresa a Glasgow, esta vez para seguir de cerca a un cuarteto de jóvenes delincuentes que deben conmutar su pena con trabajos comunitarios como medio de reinserción. Uno de ellos es Robbie, que acaba de tener un bebé con Leonie y que intenta escapar de un entorno de violencia donde ni siquiera la familia de su novia le mira con buenos ojos. Harry es el tutor del grupo y también quien despierta en Robbie la curiosidad del arte de la cata de whisky y abrirle nuevos horizontes. El muchacho decide, para salvarse, robar junto a sus amigos un barril supermillonario de la preciada bebida y, claro, uno desde la butaca deseará que el disparatado plan les salga bien.