Que el cielo la juzgue
Cincuenta y cinco años después del estreno de la original, dirigida por Daniel Tynaire y protagonizada por Mirtha Legrand, llega la nueva versión realizada por Santiago Mitre y coproducida por Axel Kuschevatsky y el nieto de quien supo ser la Verónica Lake del cine clásico argentino. La nueva película del director que en 2011 sorprendió con su ópera prima consagratoria, El Estudiante, viene con mucho viento en la camiseta. Tras haber ganado como mejor película en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes, se llevó el premio FIPRESCI de la crítica internacional y no resulta para nada extraño que, luego del sorpresivo éxito de crítica y de público que obtuvo su primer largometraje, La Patota sea uno de los estrenos argentinos más esperados del año. Sin embargo, hay algo en el remake homónimo del clásico de 1960 que no terminamos de entender, y es que Mitre se empeña en que odiemos a la protagonista, o al menos en que la segunda mitad de la película no estemos de su lado. Pero empecemos por el principio: el plano secuencia inicial muestra una discusión tensa y a la vez afectuosa entre Paulina, una abogada que decide abandonar su doctorado para irse a formar parte de un programa de ayuda humanitaria en Posadas como maestra rural, y su padre juez. Se trata de una escena en la que intentamos ponernos del lado de la hija, de empatizar con ella y con sus ideales, algo que más tarde ya no será posible, porque apenas pasados unos minutos del hecho traumático que le ocurre en el primer tercio de la película, se produce un cambio bastante brusco y de ahí en más, Paulina nos pone en un lugar bastante incómodo como espectadores: a medida que avanza el metraje la entendemos cada vez menos y nos distanciamos cada vez más.
La Patota pertenece a ese grupo de películas que plantean más preguntas que respuestas. Por ejemplo, resulta extraño que un personaje cuyo único móvil pareciera ser su gran voluntad humanitaria, termine despojado de cualquier rastro de humanidad, anulando así la posibilidad de lograr una conexión o algún tipo de cercanía con el espectador, que va perdiendo la paciencia hasta el punto de querer zarandearla para que acepte lo que la propia lógica de su personaje le indica que debe hacer: buscar justicia. Las acciones de Paulina, cada vez más inexplicables y exasperantes, parecieran no coincidir con nuestras expectativas (ni con las que exige el relato), y el único justificativo que la película ofrece para intentar apaciguar nuestra falta de satisfacción justiciera es que ella diga: “Nadie que no haya pasado por esto puede entender cómo me siento”. A la imposibilidad de crear un vínculo entre el personaje y el espectador, se le suma otro problema que afecta seriamente la credibilidad del relato, sobre todo teniendo en cuenta que el director se toma el tiempo necesario para detenerse y mostrar a su protagonista realizándose los estudios médicos y escuchando atentamente las indicaciones de rutina luego de haber sido brutalmente atacada por la patota. Incluso le mandan hacerse un chequeo para descartar el contagio de enfermedades venéreas. Hasta vemos que le recetan pastillas para el dolor. Pero, ¿acaso nadie se detuvo a pensar que si se habla de una violación, debería plantearse como algo primordial la prevención del embarazo? ¿Cómo es que pasado un mes y medio de la violación, la noticia aparece como una sorpresa, tanto para los personajes como para el espectador, en una escena donde ella vomita mientras mantiene una charla con su novio? Sin embargo, este giro incomprensible tiene su coartada en una escena al comienzo de la película en la cual Paulina y su novio (Esteban Lamothe, esa bestia de cine contenida que no se deja encasillar en ningún rol), pasaban la noche en una camioneta y había un plano dedicado exclusivamente a mostrar el momento en el que el muchacho saca un preservativo para ponerse antes de consumar el acto en cuestión. Un plano absolutamente prescindible e innecesario que pretende validar ese embarazo “sorpresivo” a toda costa (re)marcando de la forma más anti cinematográfica posible la diferencia entre el novio y el violador. Y si entramos de lleno en el último tramo del metraje, cuando llega el momento en el que Paulina debe decidir si abortar o tener al bebé, las cosas se vuelven aún más confusas: en medio de una conversación padre-hija sobre el asunto, ella le confiesa que si el padre del bebé hubiera sido su (ex) novio, lo hubiese abortado. Mientras tanto, la abogada sigue convencida de tenerlo le pese a quien le pese durante lo que resta de película. Una película que está siempre atentando contra todo razonamiento lógico.
El mensaje (la desigualdad de clases, la violencia como producto de la sociedad y asociada a la pobreza y varios etcéteras) termina anteponiéndose al relato –la prueba es que cerca del final la escena de la violación ha quedado completamente desdibujada y perdida en los enrosques y desajustes narrativos–, dejando en segundo plano la gran potencia fílmica de la película sin poder hacer más que plantearnos algunas objeciones.
Más allá de todas las cuestiones mencionadas, que no son menores, la película cuenta con un notable manejo de los puntos de vista y saca adelante varias escenas con diálogos puramente discursivos que hubiesen resultado muy difíciles de sostener de no haber contado con los actores adecuados para hacerles frente.