Civilización y barbarie
No deja de ser interesante la idea de transponer un argumento abordado por el cine argentino décadas atrás, enfrentándolo al paso del tiempo y los inevitables cambios sociales y culturales, si bien todo indicaría que un aceitado policial como No abras nunca esa puerta (1952, Carlos Hugo Christensen) o una divertida sátira como El negoción (1959, Simón Feldman) parecerían, en principio, más atractivos que La patota (1960), melodramática película escrita por Eduardo Borrás y dirigida por Daniel Tinayre. No es la primera vez que esto se hace, pero hasta ahora habían sido sólo remakes de films pasatistas o basados en obras teatrales (como Los muchachos de antes no usaban gomina o Así es la vida).
La patota 2015 llega a las salas gracias al apoyo de productores importantes, un par de premios en una sección paralela del Festival de Cannes y un sostén mediático significativo, incluyendo el apoyo de un canal abierto como Telefé y las recomendaciones de la propia Mirtha Legrand (protagonista del original).
Lo primero que puede decirse es que el film no está a la altura del módico revuelo que va levantando a su paso, mostrándose más como una displicente provocación que como drama testimonial o relato de suspenso de ribetes policiales, a los que podría haber apuntado. Hay algo de ese cine que seduce en festivales (aquella Bailarina en la oscuridad de Von Trier, la Rosetta de los Dardenne), en cuanto a proponerle al espectador una protagonista incómoda que –con motivaciones comprensibles o no– esquiva posibles soluciones a sus problemas. Tal vez lo mejor sea cotejar La patota de Tinayre-Borrás con la de Santiago Mitre (escrita por el propio Mitre junto a Mariano Llinás), para encontrarle valores y deméritos a esta nueva versión.
LO NUEVO Y LO CONOCIDO. La manera con la que se han aggiornado algunos elementos del original parece atinada: a la protagonista se la ve ahora menos débil y resignada, no hay frases sobreimpresas que subrayen un mensaje aleccionador al comenzar o terminar el film, ni canciones fuera de tono, ni un desenlace folletinesco y moralista. Hay momentos en los que la cámara consigue cierta intensidad (como cuando se desata la caza de los culpables), así como no puede objetarse la solvencia de Dolores Fonzi, Oscar Martínez y Esteban Lamothe en la interpretación de sus respectivos personajes. Pero esos esfuerzos se desdibujan dentro de un planteo estético errático, con la cámara en movimiento registrando planos cercanos y nutridas conversaciones que recuerdan el estilo al que nos tienen acostumbrados los unitarios televisivos (rasgos ya presentes en la sobrevalorada película anterior de Mitre, El estudiante). Elude la bajada de línea característica del tan repudiado cine argentino de los ’80, pero repite vicios de aquélla época: máximas sobre pobreza o justicia disparadas como dardos al paso (la charla con la tía en el bosque y las conversaciones en torno a la democracia en el aula son claros ejemplos), escasa confianza en la elocuencia de las imágenes, una que otra secuencia violenta como demostración de cine adulto.
CIVILIZACIÓN VS. BARBARIE. En el film de Tinayre la acción transcurría enteramente en Buenos Aires y los jóvenes que atacaban a la profesora bienintencionada eran marginales que buscaban aprovecharse de otra mujer. Aquí son estudiantes y un obrero misioneros de mirada desconfiada, por lo que el enfrentamiento se da, finalmente, entre la joven ilustrada que llega de la gran ciudad y un grupo de muchachos del interior. En el original había una búsqueda sincera de acercamiento de ella hacia sus alumnos, que daba –convencionalmente– sus frutos hacia el final; aquí la mujer nunca tiene a mano una sonrisa o una expresión de afecto hacia los jóvenes (no hacia quienes la violaron, lo cual sería comprensible, sino hacia sus alumnos en general): se diría que los defiende llevada por un principio autoimpuesto, pero sin sentimientos. De hecho, en el film de Tinayre aquéllos tenían más peso, incluyendo el que escapaba arrepentido (Walter Vidarte), en tanto acá parecen animaless salvajes que actúan sólo empujados por el instinto y el rencor (por eso pierde sentido el título, acertadamente cambiado en el exterior por el de Paulina). Precisamente en 1960 se estrenaba también una ópera prima que miraba sin condescendencia a chicos del interior, con quienes el docente lograba una convivencia fructífera y el aprendizaje era mutuo (Shunko, de Lautaro Murúa). Claro que la imagen de un maestro rural no es igual que la de una abogada progresista, aunque aquél era a todas luces menos paternalista que esta chica de rulos y ceño fruncido.
POR QUÉ, PARA QUÉ. La Paulina encarnada por Mirtha Legrand tenía motivos religiosos para llevar adelante esa especie de desafío personal, sufría como un Cristo o como una santa para salvar a su prójimo. Las reacciones de la Paulina de Dolores Fonzi, en cambio, no responden a una convicción religiosa ni tampoco a una militancia política definida: no queda claro por qué se opone al poder de su padre juez y de la Policía pero no al que naturalmente ejerce ella misma como profesora (algún alumno se lo hace notar, pero la película enseguida pasa a otra cosa), tampoco su idea de delito ni ese individualismo que se contradice con sus proyectos colectivistas. Desde un comienzo, lo suyo parece más producto del capricho de una hija única mimada que la puesta en práctica de certezas ideológicas.
LA FUERZA DE LO IRREAL. En el film de Tinayre se respiraba ese clima morboso propio de su mejor cine, gracias a la luz espesa de Antonio Merayo, un aire pesadillesco de ecos expresionistas –parecía transcurrir durante una larga y densa noche– y la voz en off de la protagonista cubriéndolo todo de miedos y fantasmas. Por delante de su afectación y moralina, en aquella producción de Argentina Sono Film latía una idea clara del cine como aventura o experiencia vinculada a lo irreal y reprimido. La patota de ahora, en cambio, se sujeta (como El estudiante) a un realismo desangelado, que curiosamente le escapa a la denuncia. Basta comparar la secuencia de la violación: aunque ahora la sociedad autoriza a exponer de manera más gráfica lo que antes se eludía por pudor, en la película de Tinayre el recodo regado de esculturas de cementerio y la penetrante música de Lucio Milena (que seguía resonando a lo largo del film como un lamento) hacían de ese momento algo desesperante, en tanto en la de Mitre está filmada apresurdamente, como suelen registrarse sucesos escabrosos para un noticiario de televisión o para ser subidos a youtube. Los intentos de contar situaciones desde distintos puntos de vista quedan en el vacío, en tanto el edificio en construcción en el lugar es sólo un guiño al original.
Salirse del clisé narrativo de la búsqueda del delincuente para su posterior apresamiento y castigo, así como poner en duda la imagen de indefensión de la mujer ultrajada, son propósitos estimables y ambiciosos, pero no bastan. Además, a esta remake de La patota se la ve –como a su protagonista– demasiado interesada en demostrar que es lista y políticamente incorrecta.