No solamente hay cierto prurito que molesta en demasía en relación al discurso que termina instalando el filme, que lo hace no sólo muy cuestionable sino que en, cuanto a su construcción, hay un punto de inflexión que lo desarrollado hasta ese momento, bien, regular o mal, se desarma como un castillo de naipes: la escena en que la victima enfrenta a su victimario. Dando la sensación de que el director intenta engañar / burlarse del espectador.
Paulina (Dolores Fonzi) finaliza esa escena cuando se despide diciéndole, sin especificar donde… “te espero mañana a las 5 de la tarde”… Segundos después, tiempo suficiente para que todos digan ¿dónde?!, él responde… “¿Dónde?”… y Paulina dice…”Ahí”… Haciendo referencia al lugar donde ocurrieron los hechos.
El punto es que la misma escena comienza cuando Ciro (Cristian Salguero), en el momento de la llegada de Paulina, la interroga preguntándole…”¿Qué haces acá?”… incriminándose al dar por hecho que la conoce, situación que no se había vislumbrado con anterioridad.
El personaje, entonces, no es sólo un violento de baja condición económica, con características físicas que lo determinan como descendiente de los originarios pobladores de la zona, un pobre oriundo de la provincia de Misiones, casi o analfabeto, obrero de un aserradero, sino que así lo instala como de muy poca inteligencia. Lo que al final devendrá como una pobre victima de la sociedad violenta, de la que Paulina se hace cargo por pertenecer a ella, por pertenecer a una diferente clase social, con más recursos y posibilidades.
Digamos que a Ciro, según el análisis de Paulina, casi como que se lo puede perdonar por su condición de pobre inculto, lo mismo que molestó sobremanera en la novela llevada la cine, “El Lector”, escrita por Bernhard Schlink, y dirigida Stephen Daldry en 2008, en el que Hanna es casi empaticamente perdonada de sus actos de inmoralidad, cruzadas por delitos de lesa humanidad, más allá de la obediencia debida (¿de vida?) por ser analfabeta.
El no ser letrado, ni enciclopedista, no saber leer ni escribir en español, no es condición “sine qua non” para no diferenciar lo inmoral, pues la educación pasa además por otros carriles, lo que se manifiestan a diario con su cosmovisión, con su respeto a la naturaleza y a todos los seres vivos, los descendientes de los pueblos originarios de América.
Esto denota que el director Santiago Mitre, tal cual hizo en su opera prima “El Estudiante” (2011), vuelve a incurrir en varias de las máximas que siempre se aclara mientras se está estudiando la carrera de cine: Primero, nunca filmes algo de un mundo que desconoces, sin antes haber investigado más allá de las necesidades; Segundo, tenés que conocer muy bien a tus personajes antes de empezar a filmar, o sea, construirlos, desarrollarlos, darles carnadura, estructura.
Muy poco de eso ocurre en este caso, ya que también en cuanto al personaje de Paulina se denota una muy labil elaboración.
Los carteles publicitarios en la vía pública promocionan el filme en la figura del padre y la hija, Fernando (Oscar Martínez) y Paulina, el cartel reza: “Él busca a los culpables, ella quiere saber la verdad”.
En la historia ella fue violada, queda embarazada, producto de esa violación, ergo el embarazo no es buscado, menos deseado. ¿Hay otra verdad? ¿Quienes son los culpables? A partir de una pura displicencia u otro horror de producción: ella lo sabe. Entonces ¿También se están burlando del espectador?
Tiene además, como producto terminado, algunos pequeños deslices que se podrían dejar pasar por alto sino existiese ese alegato nefasto.
Trabajado todo desde distintos puntos de vista y cortes temporales, pero sin una coherencia interna, tratando de imitar a Tarantino, pero no tiene la minuciosidad del director estadounidense, por lo que el retorno de un corte temporal puede terminar en un punto de vista de un personaje que no participa, de allí el estado confusional que provoca para que al final el espectador ordene linealmente por sus propios meritos, pero durante la proyección es todo un revuelto gramajo.
Los recursos narrativos utilizados parecen ser más por un poder ejercerlos, que un deber instaurado a partir de las necesidades del texto y del diseño del relato.
Los mencionados anteriormente, junto al manejo de la cámara, la voz en off, el fuera de campo, no aparecen justificados.
Como dato importante a tener en cuenta es que ésta producción es una remake del realizado por Daniel Tinayre en 1960, con Mirta Legrand encabezando el elenco, y se iba constituyendo a partir de tres pilares: la culpa, el perdón y la redención. La primero, instalada en los delincuentes por la protagonista que enfrenta a diario a sus violadores, ya que uno de ellos se lo confiesa; el segundo, ejercido también por la protagonista sobre ellos y la redención de ella misma, pues el texto estaba cruzado por una visión católica ortodoxa a ultranza, hace más de 50 años.
En la nueva versión, todo esto desaparece.
Paulina es una joven abogada cursando el doctorado Buenos Aires, que elige retornar a su ciudad natal, donde Fernando, su padre, es un destacado juez.
Más allá del deseo de Fernando, Paulina decide dar clases de pensamiento político en una escuela dentro de un asentamiento suburbano, como parte de un programa de inclusión ¿militante?
Una noche, retornando de la casa de su amiga, es brutalmente atacada y violada por una patota.
Luego de un tiempo escaso para su recuperación, Paulina resuelve retomar su trabajo en la escuela, en el barrio donde fue atacada, ante el desconcierto de su padre.
Es en este deambular en que la victima se enfrenta a cuestionamientos morales, la puesta en acción de la ética de enfrentarse como victima o sacrificarse. A pesar del naturalismo que la actriz le imprime a su personaje, su postura de mártir raya con lo inverosímil, más que nada por sus decires y acciones en contraposición de lo que debería estipularse por la nefasta violencia de genero, junto a lo discriminativo del texto sobre los perpetradores.
Los personajes que componen la patota parecen figurativos por su poco desarrollo, lo mismo ocurre con otros personajes laterales a la historia. Pero el personaje que debería cobrar importancia se va desdibujando hasta desaparecer, es el novio de Paulina, Alberto (Esteban Lamothe), bien presentado pero poco desarrollado, lo que tampoco ayuda a la performance de éste actor de moda, ya que vuelve a repetir gestos petrificados, con el agregado del manejo del acento, indeciso entre optar por si es argentino o el paraguayo, por lo que no resulta creíble.
En la actuación de Dolores Fonzi y Oscar Martinez descansa el peso dramático de esta producción nacional, las escenas que comparten son de alto vuelo, pero no alcanza.
En cuanto al discurso que instala, veamos cual es la reacción de la gente que organizó hace unos días la marcha de “NI UNA MENOS”.