Después del abismo
“La patota” confirma el talento de Santiago Mitre, que vuelve con interrogantes similares a los de “El estudiante”, ahora en la remake del filme de Daniel Tinayre.
Primero con El estudiante (2011) y ahora con La patota, Santiago Mitre se instala como un cineasta de la ambigüedad y la inteligencia. Pero si el protagonista de la primera era un emblema del pragmatismo político, en La patota Paulina lo es de la convicción moral, que adopta dimensiones trágicas. Dolores Fonzi interpreta a una joven abogada que se adentra en la Misiones profunda para dar clases a jóvenes marginales a contramano de los consejos de su padre (Oscar Martínez), un conservador que quiere llevarla hacia los privilegios de clase en un largo y virtuoso primer plano secuencia. La entrada de Paulina en el escenario empobrecido es errática y patética, y la lengua guaraní no hace sino subrayar su cándida extranjería.
Lo que en un principio parece una sátira cínica sobre los peligros de una militancia inocente, se tuerce por completo cuando Paulina es violada por una “patota” de aserraderos de la zona (en una escena incómoda pero breve narrada desde una perspectiva doble), que así como marca el punto extremo de su caída la expulsa hacia un más allá distanciado de los personajes secundarios.
Lejos de arrastrar al filme a las aguas llanas del policial (a pesar de la violación, juzgado de pueblo, policías y detenciones), el ataque padecido por Paulina opera en ella un desclase que la libera de su condición así como de la posibilidad de integrarse al medio, soledad acentuada por su incomprendida negación a abortar.
La ambigüedad del filme de Mitre –apropiación-remake de La patota (1960) de Daniel Tinayre, que narraba una historia similar aunque de connotaciones religiosas– yace en esa superposición narrativa en la que conviven la sagaz mirada sociológica y la hondura de un drama metafísico (apuntalado por la gran actuación de Fonzi), el escenario atemporal y el contemporáneo, la temática clásica y la posmoderna, la ley y la moral.
La patota es también un sagaz desclase fílmico de películas socialmente ingenuas como Ciudad de Dios o Elefante blanco (guionada por el mismo Mitre) con el precio de volverse ensimismada, hermética y oscura como su heroína.
“La justicia no busca la verdad, busca culpables” o “Este hijo es el resultado de una realidad que ni yo ni vos entendemos”, le dice Paulina a su padre, y con ello resume el planteo filosóficamente urgente de una película solo en principio realista, pero también la prueba de que todo dilema sobre la otredad conduce a un abismo para el que no caben palabras o discusiones, solo la voluntad.
Paulina, más cercana a las heroínas radicales del cine de los hermanos Dardenne que a las protagonistas cotidianas del reciente cine argentino, persigue ya no la asistencia social sino la verdad con mayúsculas. No hay aproximación a la verdad (léase comprensión, sensibilidad, empatía) sin una iniciación al dolor, la humillación, la degradación, es la sugerencia inquietante de La patota.
Pero esa autoconciencia también es dudosa ya que no puede dejar de pensarse como un artificio, el resultado de una estudiada nivelación de fuerzas, de una herencia cinematográfica, política y filosófica asumida al detalle. Sospecha que no hace sino sumar otro nivel más al cine decididamente evasivo de Mitre, que ante la posibilidad de mostrar la cara prefiere decir “no”.