El debate, a la fuerza
No deja de ser curiosa en el marco de la producción audiovisual argentina la recurrencia a una remake, especialmente cuando hay pocos films alumbrados con la categoría de culto o de clásico que permanezcan en la memoria de los espectadores y “precisen” una reescritura o aggiornamiento. No digo que esté mal, sino que es infrecuente, y en todo caso será saludable por este medio la reinstalación de viejos films para que las nuevas generaciones de espectadores se acerquen a la historia del cine nacional. Ahora bien, detrás de esta operación de reinstalación de un film imaginamos que existe una toma de decisiones en torno a qué película recuperar, más aún en un mercado virginal en este tipo de propuestas. Y ahí es donde comienzan los problemas de La patota, reescritura del film de Daniel Tinayre de 1960 que hablaba de una violación y de aquello que giraba alrededor de las decisiones de los involucrados, porque el film de Santiago Mitre se impone como un film de debate (sin ingenuidad, en un contexto histórico y político donde la violencia contra la mujer se instaló como tema), y esa imposición luce forzada y carente de vuelo cinematográfico. La patota 2015 es una película que busca provocar, también a partir de las decisiones de sus personajes, pero que desde su precario armado se convierte antes que en una película escandalosa, en una caprichosa.
Sería interesante pensar primero la idea de “patota”, mucho más arraigada en los 60’s donde Tinayre imaginó su película a partir del guión de Eduardo Borrás. La patota, como concepto estético vinculado con lo cinematográfico -incluso lo musical-, es algo decididamente urbano, relacionado con las grandes ciudades y con grupos donde lo vandálico está presente, como ruptura de ciertas conductas y normas sociales establecidas. Lo que vemos en esta versión de Mitre lejos está de ser una patota, básicamente porque desconocemos (más allá de algunas imágenes de ilustración que nos ubican a los personajes en tiempo y lugar) la dinámica de ese grupo que termina violando a Paulina, la protagonista. La única secuencia en la que los vemos actuar como grupo, antes del acto en cuestión, es la contemplación de un engaño amoroso que desencadenaría la tragedia, y donde los códigos entre los protagonistas se imponen a la fuerza, en un registro donde lo animal y primitivo se aplica (un poco en la senda Trapero). Si se me permite el barbarismo, en esa secuencia los personajes están más cerca de los monos de El planeta de los simios que de un drama realista de connotaciones sociales como el que se quiere imponer.
El problema de este dibujo que hace Mitre, junto a su guionista Mariano Llinás, es cómo se termina pensando a la pobreza y los sectores marginales, cómo se ejemplifican sus actos y motivaciones, y cómo eso termina inhabilitando el debate principal del film. Lo que parece a simple vista un debate semántico sobre el sentido de la palabra “patota”, termina siendo más trascendente y lacerante para la película. La principal decisión de los creadores de la remake es quitar la explicitud del velo religioso en la mirada del original, y trasladar el debate hacia lo político y hacia la noción divergente de justicia que tienen Paulina (Dolores Fonzi) y su padre, el juez influyente (Oscar Martínez). Por eso, el debate se aleja de la moralidad cristiana (no del todo, eso está claro y tiene que ver con algunos giros que va tomando la historia hacia su final) y se acerca más al pragmatismo de pensar cómo castigamos los delitos y crímenes, algo que tiene la dimensión de lo urgente en el estómago de los argentinos.
Y ahí retomamos el problema fundante de La patota. Si queremos plantear este debate entre esas dos miradas antitéticas, es necesario construir un escenario donde la complejidad habilite las dos miradas, el cruce entre ellas y la posterior reflexión del espectador. Y La patota no lo hace porque el origen de ese conflicto es deliberadamente inhumano: el otro que construye el film, el violador y el agresor, no merecen demasiado análisis en la forma en que la película los mira. Cuando el imaginario progresista se posa sobre lo social, el tipo de delito que abarca tiene que ver con otras instancias donde la desigualdad y la exclusión operan de otras formas; cuando hablamos de violaciones y violencia contra la mujer, la injerencia es cultural y entran a jugar otras motivaciones vinculadas con lo psicológico y las patologías. Y más allá de que Mitre y Llinás quieran hacer como que no opinan, que imponen dos miradas centrales (la de la hija y la del padre) que quedan a merced del espectador, lo cierto es que la otra línea inevitable en todo film, la de lo narrativo, es totalmente perjudicial para el personaje de Paulina: porque su cruzada cuasi mística no encuentra un sustento lógico desde la construcción cinematográfica, y acerca su punto de vista más a lo antojadizo que a lo coherente dentro de un marco de ideas y conceptos políticos.
Lo que demuestra esta versión de Mitre es la imposibilidad de reescribir el original de Tinayre. O, al menos, la total reescritura de la que sería necesaria. Sólo cuando el drama incorpora la moralidad cristiana y el sentido sacrificial-religioso del personaje de Paulina (y Tinayre lo tenía mucho más claro si pensamos en un clima de época), es cuando se interpreta mejor la motivación de la protagonista. Pero aquí busca eludirse esa posibilidad, lo que sumado a la distancia con que la cámara la toma (más allá de la dardeniana puesta en escena), hace que Paulina se nos convierta antes que en un enigma que nos deja pensando, en algo incomprensible que nunca asimilaremos. La patota hubiera necesitado además de lo que tiene (notables actuaciones de Fonzi y Martínez, y un virtuoso plano secuencia al comienzo), un acercamiento a esos agresores y violadores como para que el debate tuviera sentido.
Y, de hecho, cualquier película que parte del objetivo de sembrar la discusión no puede ser más que presa de su propia vacuidad, y de su tiempo.