Relativismo militante
Muchos colegas consideran oportuno el estreno de La Patota, remake más que libre del clásico de Daniel Tynaire de 1960 y protagonizado por Mirtha Legrand, al exponer la coincidencia coyuntural con un tema que ha tomado a la opinión pública en estas últimas semanas relacionado con la violencia de género y su consecuencia más atroz, el femicidio. La vinculación -atendible y no especulativa- se sustenta al encontrar en la anécdota planteada por el propio director, junto a su co-guionista Mariano Llinás, léase la violación de una maestra por un grupo de lugareños entre los que se encuentran sus propios alumnos y sus derivaciones éticas y morales frente al entorno, al establecer vasos comunicantes con las miles de historias de mujeres víctimas de la violencia de los hombres.
Ahora bien, La Patota no pretende desde su tesis cinematográfica visibilizar la violencia de género a partir del acto de vejación sufrido por su protagonista Paulina, interpretada de manera soberbia por Dolores Fonzi , tanto desde lo corporal como en lo que hace a la reducción de gestos ampulosos para generar desde las micro expresiones de su rostro e inflexiones de voz, un personaje complejo y tridimensional.
Tampoco era un objetivo del film original de los años 60 la denuncia social sino la exposición cruda entre lo concreto y lo abstracto o más precisamente entre la realidad y la interpretación subjetiva de la realidad. La redención de la religiosidad ante la situación extrema de la víctima Mirtha Legrand, quien enseñaba Filosofía y tenía enormes convicciones religiosas, en la película del 2015 se transforma en el peso de la ideología a la hora de enfrentarse con la realidad.¿Puede la ideología alterar la percepción de la realidad y reducirla al terreno del dogmatismo que esquiva al supuesto discurso reaccionario o políticamente incorrecto cuando es exactamente lo mismo que lo que ataca? Pensemos en una religión, más allá de la fe, el armazón ideológico detrás de los fundamentos inatacables existe en la idea del bien y del mal. Es válido, desde este punto de vista, sostener de manera argumentativa que la ideología política funciona de la misma manera que una religión, por ejemplo al definir qué es la justicia, o más complicado aún qué es justo.
Bajo este criterio relativo pendula la tesis cinematográfica de esta película marcadamente política, la cual se encarga desde sus ideas de abrir un abanico de preguntas sobre los dilemas éticos, pero también de confrontar lo discursivo y abstracto con el barro de lo inexplicable, de lo inteligible desde la lógica racional para poner el cuerpo, al igual que su protagonista, al debate generacional sobre la justicia y la manera de entender la acción política como motor de cambio social.
Ya en El estudiante, debut de Santiago Mitre, se exploraba la militancia desde las filas de la Universidad y se la despojaba y desmenuzaba de todo tipo de romanticismo ante los tejes y manejes internos de aquellos que tenían más poder sobre el estudiantado y también allí se cuestionaba cuál era el valor de la ideología en la toma de decisiones individuales que afectaban a grupos. En ese sentido, el comienzo de La Patota en un plano secuencia donde desde el guión se plantea la brecha generacional pero también la inexpugnable relación entre un padre (Oscar Martínez, brillante) y una hija sobrevuelan chicanas para defender ideologías: la idealista de impartir educación cívica en el interior de la Misiones profunda y así abandonar un doctorado en Derecho que con el correr del tiempo podría significar una verdadera chance de hacer política desde el poder contra la mirada cínica de aquel que se vio derrotado ante la utopía de luchar por un mundo más justo, quien paradójicamente es Juez.
Ante esos dos ejes conceptuales , la idea abstracta de justicia se entronca con la dominancia de una clase sobre otra y se resume en una excelente línea a cargo de Paulina que reza que cuando se trata de pobres la justicia no busca la verdad sino busca culpables. Pero si las víctimas están de los dos lados ese argumento se desvanece. El cuestionamiento de este film entonces pone al espectador en un lugar incómodo si se deja arrastrar por el hecho de la violación de la protagonista y su extraña manera de reaccionar al defender sus convicciones ante la perplejidad de todo un entorno que actúa en su nombre.
La distancia con que Santiago Mitre aborda el dilema contrasta con la elegida desde la puesta en escena al partir el relato cronológicamente y mostrar la situación que detona el conflicto central tanto desde el punto de vista de Paulina como de su violador, sin juzgar, pero aproximado a sus cuerpos, rostros, a veces a las espaldas como Gus Van Sant lo hiciera en Elephant y otras con planos generales donde por ejemplo la selva misionera transmite la ferocidad del lugar o el edificio abandonado una metáfora contundente que en toda región del país habrá un elefante blanco, un proyecto de cambio social sepultado en el barro de la realidad, ese que Dolores Fonzi transita desde el primer minuto pero que prefiere percibir de otra manera.