Siempre hablamos de capas. Siempre.
Siempre que hablamos de cine, de literatura, de discursos expresivos y de cualquier otro tipo; siempre que hablamos de materiales complejos, de esos que saben atacarnos por todos los flancos, hablamos de capas. Y siempre que percibimos que una película (volvamos al cine) tiene esas capas significantes, expresivas, etc., sabemos que nos aguarda algo a lo que podemos caracterizar como un juego o como un trabajo. Y esa oposición no es para nada inocente. Es una oposición. Existen películas que dan trabajo, que someten a uno a un yugo de la experiencia del que uno busca escapar como del yugo cotidiano.
Pero existen otras películas que nos divierten, y lo hacen en el sentido más profundo de esa palabra, que es el de la divergencia. Obras que nos proponen caminos que podemos transitar hacia adelante, hacia atrás, volver sobre nuestros pasos, recorrer alternativas. Esas películas tienen algo (un autor, tal vez) que nos acompaña sin sofocarnos, que hace que la experiencia sea placenteramente dificultosa.
Esto es La Paz. Una película de una simpleza honesta y de una complejidad juguetona. Una propuesta compleja y amigable. Un lindo quilombo para los sentidos.
Es una historia que se narra de manera lineal, poblada de personajes elípticos y misteriosos. Un relato sobrio en sus recursos y desbordado en la experiencia que propone. Una película en la que podemos ponernos cerebrales a analizar sus llaves (como los títulos de los capítulos, o la feroz crítica a la clase media), o podemos perdernos en esos presentes absolutos en los que la intensidad de lo que ocurre a esos seres humanos nos deja con la boca abierta.
La Paz cuenta la historia de un muchacho patológicamente angustiado que vuelve a la casa de sus padres luego de un período de internación en una clínica psiquiátrica. De vuelta a la vida, realiza intentos (que no son más que intentos) por reencontrarse con sus afectos. No hay reencuentro posible. Lo que el mundo le devuelve son existencias burguesas totalmente anestesiadas de cualquier intensidad. Su padre, su madre, su ex novia, son icebergs emocionales. Los únicos vínculos que le devuelven cierta calidez son los que mantiene con su abuela y con Sonia, la empleada doméstica.
A simple vista, una pequeña historia. Nada más inapropiado para valorar esta película que una simple vista. En La Paz, Santiago Loza defiende a capas y espada el precepto universal de que, para la expresión, siempre, menos es más. Mucho más.