¿Qué pasa cuando una madre no se siente capaz de criar a su hijo? ¿Qué pasa cuando el instinto maternal se suspende y la culpa inunda el alma de esa pobre madre? ¿Qué pasa cuando esa madre siente, aunque sea por un instante, que no ama a su hijo? Bueno. No pasa nada, pobre madre, salvo la angustia. Angustia generada, claro, desde esa construcción simbólica de nuestra cultura, tan artificial como todas las construcciones simbólicas, que condena a la mujer a ser madre o arder en el infierno. Y no solo a ser madre, a ser buena madre, y encima, a vivir con alegría cada minuto de cada hora de cada día de crianza. Demasiada presión para un ser humano que acaba de vivir una experiencia tan alien como expulsar a otro de su propio cuerpo. La película de Ana Katz tiene, como primera gran virtud, la de poner estos temas en discusión. Y Katz, entonces, reflexiona sobre estos temas (bastante infrecuentes en la narrativa cinematográfica contemporánea), y muestra que existe un cine femenino puro y duro. Ya en su Novia errante pudimos ver a esa chica que con el corazón roto y las vacaciones pagas dejaba ver ese dolor tan puramente femenino, tan inaprensible y ajeno para nosotros, los homínidos de tres patas. Lo que pasa con “Mi amiga del parque” (y con “Una novia errante”) es que uno accede a un universo femenino que, sin caer en un tratamiento realista, termina revelándose hiper-verdadero. Más verdadero que la verdad. La narración está articulada a través de un relato que va y viene del humor al suspense (muy acertado el tagline). Las actuaciones y la construcción de los personajes se ubican en un tono border en el que los éstos parecen conseguir siempre lo opuesto de lo que buscan. Si buscan salir a flote mediante la palabra, se hunden con los actos. Y mientras hacen cosas para estar mejor, sueltan una línea de diálogo que rompe todo. Intuyo (rigurosa herramienta metodológica) que este es un rasgo que aparece en todas las películas de Katz, y siento (rigurosísimo) que lo maneja muy bien. Me dicen que no hice un breve resumen de la película. Bueno. Para mí, la historia es simple: una madre primeriza, insegura y culposa se somete a “duchas frías” de miedo, para ver si puede sacudirse todos los mandatos. En esta película no hay buenas madres, madres perfectas, porque en definitiva no las hay en la realidad. En esta película Katz nos muestra que los instintos, en nuestra especie, han quedado sepultados bajo densas capas de civilización. Habrá que aceptarlo. De animalitos, es poco lo que nos queda. Y madre no hay una sola. Una madre puede ser muchas. Puede tranquilamente amar y odiar a su pequeño retoño en el curso de una tarde.
Jauja narra la historia de un danés medio errante que busca a su hija por la Patagonia indómita de la campaña del desierto. Pero, en Alonso, decir lo que su película narra, en qué contexto, a través de qué personajes, no tiene mucha relevancia. En Alonso, lo fundamental siempre es la forma. Quiero aclarar, antes de seguir, que este texto habla más sobre el director que sobre la película. Me tomo ese atrevimiento. Pido disculpas al lector y, por supuesto, al director. Hay algo de Lisandro Alonso que me hace pensar en David Lynch. Y no me refiero exclusivamente a cuestiones cinematográficas. No me refiero a sus atmósferas pesadillezcas, ni a ese espacio simbólico inmenso que le arman al espectador para que se pierda, ni a esos personajes oscuros e indescifrables. Hay algo en sus personalidades, en sus actitudes creativas, hasta en su manera de hablar con la prensa y con el público que los hace, para mí, gente medio parecida. Viendo sus películas, las de ambos, siempre me pregunto en qué medida sus decisiones son realmente decisiones o son más bien intuiciones en algunos casos y caprichos en otros. En qué medida construyen a partir de un programa y en qué medida se dejan invadir por ese calor medio embriagado que es el presente de la creación. Ni a Lynch ni a Alonso termino de “sacarles la ficha” en términos de procesos. Y eso, claro, los hace a ambos muy interesantes. Hay cuestiones de Jauja que se pueden percibir como decisiones programáticas. Como la composición de los encuadres, que parece emular las xilografías que uno podría encontrar en un libro de aventuras del siglo XVIII o XIX. Imágenes de un lirismo altamente estilizado, retro, barroco o romántico, muy lindo por cierto. Esto, en contraste con las actuaciones, de un estilo contemporáneo, bien despojado excesos y lirismos, genera un efecto muy extraño, y arma esa atmósfera hipnótica que, podemos decir, constituye la marca de este autor. Intuyo, en mi afán de “sacarle la ficha” a Alonso, que este contrapunto es una cosa que ha pensado bien, que ha estado en su agenda estética, y que ha podido manejar con mucha sutileza. Es como si esos lejanos figurines se pusieran en movimiento y los personajes dentro de ellos comenzaran a moverse como gente de hoy. Me gusta. Mi problema con Jauja viene con el montaje. No quiero abundar en ejemplos, pero percibo que en este caso el programa le ganó a la vitalidad. Por momentos, el afán por mantener ciertas decisiones estéticas le juega en contra al ritmo del film, al transcurso entre un plano y el siguiente, al devenir de estas humanidades, al decurso de ese Viggo Mortensen minimalista a pesar del acento danés (al margen, es una de las mejores interpretaciones que he visto de este actor). No es sorpresa que, frente a un film de Alonso, nos encontremos con planos de tiempos largos en los que podemos perdernos hasta llegar a lugares muy profundos de nuestras mentes. Pero en Jauja esto, que en otros films del director resulta una marca de estilo indiscutible, resulta a veces redundante. Creo yo que, frente a un nuevo planteo estético, mucho más rígido y estilizado que los de sus films anteriores, Alonso mantiene un rasgo de su cine que no lo ayuda. Mientras que en sus films anteriores el montaje actúa como una fuerza casi natural que nos va empujando hacia las cavernas más oscuras, en este caso, los cortes parecen llegar siempre tarde, o temprano, en todo caso, inoportunos. Alonso es un director arriesgado, y por eso nos gusta. Es un tipo que apuesta cada vez a cosas más raras, o al menos novedosas, y eso nos parece buenísimo. Ahora, el camino de la experimentación es un camino de riesgos del que no siempre se vuelve indemne. ¿Pero de qué otro modo podríamos nosotros, espectadores, llegar a esos mundos? Si directores como Lynch o Alonso no jugaran tan a fondo con las formas habría rincones de la experiencia audiovisual a los que no tendríamos acceso. Por eso, Jauja es una película que escapa de cualquier valoración del tipo de las que exigen los medios a través de los cuales escribimos nuestras reseñas. ¿Cinco estrellitas? ¿Cuatro pochoclos? ¿Siete puntos? No. Con Jauja estamos, claramente, hablando de otra cosa.
Voy a empezar con una pregunta: ¿cómo es que no se hizo antes una película sobre este tema? ¿Qué tema, amigo? ¡Los Call Centers! ¿Cómo puede ser? Si se trata de un universo tan rico para la reflexión sobre el mundo del trabajo; si se trata de un espacio tan ampliamente cinematográfico; si se trata, fundamentalmente, de una realidad tan pero tan injusta que no podemos hacernos los giles. Bueno, Alejandro Cohen Arazi , con sus amigos del Ojo Obrero, la hicieron. ¡Y cómo! Echando mano de recursos de lo más creativos, los muchachos del documental militante nos cuentan esta historia de injusticia y explotación. Pero no lo hacen apelando un discurso seco y edificante ni mucho menos al golpe bajo. Como viene ocurriendo desde hace un tiempo, el documental argentino (y sobre todo el documental político) se aleja del dogma expresivo, de la solemnidad militante, y se permite jugar. Con el lenguaje, con la expresión, con el discurso, con todo. “Córtenla” es un documental sobre la explotación, pero es divertidísima. De más está decir que el efecto de esta combinación (discurso político + humor) termina siendo muy efectiva. Casi diría que imbatible. A través de entrevistas a ex trabajadores de los call centers (todas realizadas por teléfono, lo que genera un efecto de conversación en red entre todos ellos), unos fragmentos de ficción un tanto alegóricos, unas animaciones delirantes y una suerte de “cámara infiltrada” en una convención de gerentes y dueños de Call Centers, esta película avanza sin tropiezos. Avanza y logra poner en evidencia la crueldad del sistema de trabajo de estas empresas y el cinismo a toda prueba de quienes las manejan; así como el proceso de organización que comienzan a atravesar estos trabajadores. “Córtenla” es una película divertida y delirante, porque la realidad que retrata se encuentra en los bordes de lo real, como suele ocurrirle a lo más real de lo real. Pero no se queda en eso. Podríamos utilizar algunos de los lugares comunes con los que se suele etiquetar al cine “político” (como si hubiese otro tipo de cine). Se podría decir que “Córtenla” es una película “urgente”, o una película “necesaria”. Pues bien, es las dos cosas, pero es también mucho más que eso. Es, ante todo, una película “transformadora”. Es una película que nace para mover cosas, para ser vista y, a partir de ahí, generar cambios. En los trabajadores de los call centers, en las empresas teleoperadoras, y en toda la sociedad. La tesis de esta película está ahí, en esos trabajadores – los entrevistados- hablando el uno con el otro por teléfono, contándose y compartiendo sus penurias. Cohen Arazi y compañía nos dicen, a través de “Córtenla”, que la unión (de los trabajadores) hace la fuerza.
Siempre hablamos de capas. Siempre. Siempre que hablamos de cine, de literatura, de discursos expresivos y de cualquier otro tipo; siempre que hablamos de materiales complejos, de esos que saben atacarnos por todos los flancos, hablamos de capas. Y siempre que percibimos que una película (volvamos al cine) tiene esas capas significantes, expresivas, etc., sabemos que nos aguarda algo a lo que podemos caracterizar como un juego o como un trabajo. Y esa oposición no es para nada inocente. Es una oposición. Existen películas que dan trabajo, que someten a uno a un yugo de la experiencia del que uno busca escapar como del yugo cotidiano. Pero existen otras películas que nos divierten, y lo hacen en el sentido más profundo de esa palabra, que es el de la divergencia. Obras que nos proponen caminos que podemos transitar hacia adelante, hacia atrás, volver sobre nuestros pasos, recorrer alternativas. Esas películas tienen algo (un autor, tal vez) que nos acompaña sin sofocarnos, que hace que la experiencia sea placenteramente dificultosa. Esto es La Paz. Una película de una simpleza honesta y de una complejidad juguetona. Una propuesta compleja y amigable. Un lindo quilombo para los sentidos. Es una historia que se narra de manera lineal, poblada de personajes elípticos y misteriosos. Un relato sobrio en sus recursos y desbordado en la experiencia que propone. Una película en la que podemos ponernos cerebrales a analizar sus llaves (como los títulos de los capítulos, o la feroz crítica a la clase media), o podemos perdernos en esos presentes absolutos en los que la intensidad de lo que ocurre a esos seres humanos nos deja con la boca abierta. La Paz cuenta la historia de un muchacho patológicamente angustiado que vuelve a la casa de sus padres luego de un período de internación en una clínica psiquiátrica. De vuelta a la vida, realiza intentos (que no son más que intentos) por reencontrarse con sus afectos. No hay reencuentro posible. Lo que el mundo le devuelve son existencias burguesas totalmente anestesiadas de cualquier intensidad. Su padre, su madre, su ex novia, son icebergs emocionales. Los únicos vínculos que le devuelven cierta calidez son los que mantiene con su abuela y con Sonia, la empleada doméstica. A simple vista, una pequeña historia. Nada más inapropiado para valorar esta película que una simple vista. En La Paz, Santiago Loza defiende a capas y espada el precepto universal de que, para la expresión, siempre, menos es más. Mucho más.
Deberíamos saber que las obras edilicias de un hogar son el detonante más combustible de cualquier relación que se encuentre al borde del conflicto. Los personajes de esta película -una pareja- están mal, y se ponen a refaccionar una casa casi desde cero. Mala idea. Como todas las películas de Anahí Berneri, Aire libre parte de una premisa sencilla para indagar sobre los vínculos con una profundidad notable, siempre en un registro de inminencia del caos que pone al espectador en un estado de tensión constante. En Aire libre todo está siempre por explotar. Y el contexto no ayuda. La mencionada obra en construcción, un niño que reclama cosas desde su razonable lugar de niño, y una familia un poco desarticulada que no percibe o, al menos, no se mete mucho en los problemas de esa pareja. Todas las actuaciones son impecables por lo poco manifiesto de sus intenciones. Lo que hacen estos personajes no es más que vivir, y en ese transcurso nos transmiten la complejidad de sus estados sin caer nunca, pero nunca, en el mero cumplimiento de su rol narrativo. Una mención aparte merecen las actuaciones de Fabiana Cantilo – la abuela – y del pequeño Máximo Silva, un hijo que, en medio de toda la tensión que viven sus padres, sólo se limita a reclamar lo que le corresponde: un poco de atención, y actúa de esa manera como un magnificador de todos los malestares que atraviesa la pareja. Por algún motivo de mi mente, cada vez que menciono esta película confundo su título por “Tiempo libre”. Semejante furcio merece alguna reflexión. Esto no es casual. El tiempo, en Aire libre, es casi más importante que la narración. Esta película parece operar más como la música que como el cine. El ritmo de ese realismo magnificado de Berneri hipnotiza. Nos mete en un trance que recuerda al “éxtasis de la verdad” del que habla Herzog, a ese modo de enfrentarnos no ya a lo real, sino a lo verdadero, a través de la inducción de un cierto estado de trance. En Aire libre, este trance está dado por la tensión entre estos dos personajes, por el ir y venir de sus agresiones, de sus desprecios, de sus fallidos instantes de seducción, de su transcurrir por la vida sin detenerse a mirar al otro. Aire libre es una película musical en ese sentido. Es en sí una música que, como toda buena música, nos obliga a atravesar diversos estados emocionales imposibles de racionalizar o siquiera mencionar. Si usted gusta de las películas que quedan sonando en la cabeza, no se la pierda. Ahora, sépalo, la de Berneri es una canción muy triste.
Nada más difícil que titular una obra. Esa dificultad radica, principalmente, en el peso que el título ejerce sobre la mirada del espectador. Un título es el último reducto en el que el autor puede siquiera intentar decidir sobre la experiencia. La obra no, a la obra dejala tranquila. Y por eso creo que en “Relatos salvajes”, esta gran película, lo peor es el título. Bueno, no sólo el título, tal vez toda esa expectativa generada desde la maquinaria publicitaria y los escándalos con Mirtha hayan operado en el mismo sentido, afectando la experiencia de manera negativa. “Relatos salvajes”, el título, es una promesa que defrauda. En esta película los personajes pueden ser salvajes, las situaciones, algunos escenarios, pueden ser salvajes, violentos, desbordados, pero definitivamente estos relatos no tienen nada de salvajes. En su forma de narrar (de relatar), Szifrón despliega un por demás virtuoso lenguaje clásico, un relojito de la pura acción canónica, un hermoso compendio de elecciones conservadoras. Pero eso no está para nada mal. Él es tan bueno en eso, es tan pero tan impresionantemente bueno en el uso de las herramientas que logra construir seis relatos redondísimos, balanceados en su acción, en su humor, en su despliegue visual. Todo perfecto. Ahora, lo perfecto suele encontrarse bien lejos de lo salvaje. ¿Y? ¿Qué me importa? Hay que decirlo, Szifrón es un tipo talentoso. Nadie como él domina el difícil arte del relato clásico, nadie como él domina el árido territorio de la pura acción cinematográfica, nadie como él domina el contrapunto humorístico (bueno, algunos sí). Ahora, también hay que decirlo, hay cosas que Szifrón no domina. Sobre todo lo relativo al discurso, a los aspectos ideológicos de la obra. Así como él mismo “boqueó” desprolijamente en el almuerzo con Mirtha, Relatos salvajes parece sufrir de lo mismo. En lo discursivo, es un balbuceo peligrosamente ambiguo, incompleto, desprolijo. Ahora, la verdad, ¿qué me importa el discurso? En serio lo digo, me entusiasman tanto las escenas de acción de Szifrón que, sentado en la butaca del cine, decidí suspender cualquier juicio ideológico. Y lo bien que hice, porque con esos seis magníficos relatos, lo pasé bomba. O mejor dicho… bombita!