Hombre mirando al norte
Liso vive al borde. Su equilibrio emocional es precario. Acaba de salir de un neuropsiquiátrico. Trata de reinsertarse en la cómoda casa de su familia acomodada, ante la mirada perpleja de un padre casi ausente y una madre omnipresente, que pretenden ayudar pero que ni siquiera lo entienden. El prefiere hablar con su abuela o con Sonia, la empleada doméstica boliviana, las únicas personas que parecen aceptarlo sin pretender nada más.
Santiago Loza vuelve a exhibir precisión para definir y acompañar a sus personajes sin juzgarlos, algo que ya había mostrado en Los labios (2010), esa notable película co-dirigida con Ivan Fund (aquí a cargo de la cámara). No hay un solo subrayado y cada gesto y cada silencio parecen estar en el lugar indicado.
El que no encuentra su lugar sigue siendo Liso, atrapado en el confort de su hogar, sin conectar casi con nadie y sin que nada lo conmueva. Hasta que un episodio lo lleva a reorientar su rumbo.