La paz, último filme del director y dramaturgo Santiago Loza, torna conceptual el hastío de un joven de clase media con problemas mentales.
El personaje que hacía Bradley Cooper en El lado luminoso de la vida, un freak bipolar retornado al hogar tras una internación, parece un personaje fantástico al lado del Liso de La paz, bien interpretado por Lisandro Rodríguez. Y más que nada porque en el filme y el cine de Santiago Loza no hay mucho lugar para un argumento, y ese minimalismo narrativo se complementa con los planos hiperrealistas que ya son marca del director cordobés para proponer una experiencia cinematográfica alejada de lo meramente industrial.
Pero ese realismo extremo adolece de una contaminación valorativa camufladamente subrayada, que se extiende a la caricaturización social y la (auto) denuncia de clase a lo Lucrecia Martel, como a la caída en ciertos lugares comunes indies que sí sugieren una narración de género (el paseo en moto entre el protagonista y su abuela, o la cercanía casi incestuosa con su madre, que, sí, hace acordar a otro filme de David O. Russell, Spanking the monkey); y, finalmente, a la estetización tan virtuosa como exagerada de ciertos planos: todo ello conspira contra la apertura supuestamente objetiva y naturalista de La paz.
El filme trata sobre un joven de problemas psiquiátricos que padece su entorno de clase media, principalmente a una madre sobreprotectora adicta al sol de pileta y a un padre que le da dinero para acostarse con prostitutas y lo lleva a sesiones de tiro; las mujeres que rodean a Liso, ex novias, amantes y la misma prostituta con la que se acuesta, no alivian su desasosiego.
Además de su tranquila abuela, Liso sólo parece encontrar un contrapunto reparador en la empleada boliviana de su hogar, la que le significará una posible huida de ese mundo asfixiante y en decadencia.
En un pasaje, Liso nombra también a otro ser que le importa, su abuelo muerto, al que respetaba porque “nunca le preguntaba nada”. Y esa ansiada “nada” es útil para definir a Liso, que en su pasividad compone una nulidad, un vacío, un grado cero al que también apunta el cine de Loza a nivel conceptual, corriendo el riesgo de caer en el mismo abismo que su personaje, en el mejor de los casos extraviado, vivo, boyante, pero en otros peligrosamente robótico, afectado y socialmente inocente.