Ninguna casa fue hipotecada durante
la realización de esta película
Si vamos a enfrascarnos en un manifiesto sobre las injusticias de fomento y exhibición que aquejan a las películas nacionales que nos gustan cada vez que tengamos que reseñar cosas como esta que nos toca ahora, podríamos estar golpeándonos el pecho al menos unas cinco veces por año: cada vez que estas cosas se estrenen a todo trapo y, en menor medida, cuando se proyectan las películas nacionales que nos gustan, si es que llegan a Mar del Plata, si es que tienen más de dos funciones diarias y si es que duran más de una semana en cartelera.
La pelea de mi vida, al menos, da lugar a ser criticada por sí misma, en vez de ser un simple intermediario entre la industria nacional y nuestros planteos hirviendo. Es cierto que se ubica, de principio a fin, bien lejos de frustrar cualquier expectativa que tuviéramos de encontrarnos con un residuo patológico disfrazado de estreno cinematográfico, pero al final del mal trago la película se encuentra, del otro lado, con algo que no es una redención ni una reivindicación, sino más bien una amnistía que no escandaliza a nadie: no es el hecho de que todos sus defectos se deban a la pereza de un director, un par de productores, un encargado de casting o un equipo de guionistas. Es que La pelea de mi vida está dirigida, producida, actuada y escrita por gente y con métodos con los que puede hacerse una tira vespertina de lunes a viernes. Es un episodio largo, o el último capítulo de una historia que en el tránsito televisivo de la tarde provocaría más dolores de cabeza por correr de horario a Los Simpson que por su existencia, falta de cualidades o códigos morales.
Si usted lector fue a ver la película, sabrá que hoy cuenta con un abanico de quejas destinadas a los distintos departamentos artísticos y técnicos que, respetando a los sindicatos como buena producción industrial, se reunieron en pos de filmar la historia: que no sabe si se eligió filmar en 3D para tirarnos sillas de plástico, pelotas y saliva de boxeador a los anteojos o viceversa; que los boxeadores del bando popular (Mariano Martínez) atraviesan una lucha interna por comerse o no las eses del final; que desde el vestuario no habrán querido dar muchas vueltas y resolvieron remeras cuello en V para Martínez y camisas para Federico Amador; que el personaje de Juani tiene 8 años y según algunos diálogos su padre biológico huyó del país dejando a su novia embarazada 10 años atrás; que Lali Espósito es entregada como carne a los leones del difícil oficio de actuar en dos o más registros emocionales distintos; o que en el montaje americano que nos ahorra escenas boxísticas los títulos de Olé son de tipo informativo, y no los guiños con doble sentido a los que acostumbra el diario. Pero todos los aplausos son para la música, constante y vergonzosa, que a todo momento lo considera digno de un toque de bar chimes.
Hoy resulta inútil desdeñar a una película por “televisiva”, cuando hay tantas series que le pasan el trapo a los estrenos de cada semana. La pelea de mi vida histeriquea mucho con tales calificativos, porque nos sienta en la butaca del cine como si estuviéramos tirados en el sillón haciendo tiempo, con el poder de saltar a un programa más interesante o apagar el televisor y embarcarnos en otra actividad más productiva. No deja de ser bueno que la gente pague una entrada de 3D para sentirse como en casa.