Ansias de libertad
El cuerpo humano y su identidad sexual ha sido uno de los temas cinematográficos del año. Morir como un hombre, la excepcional película del portugués Joao Pedro Rodrigues, fue la que mejor exploró los dilemas de toda persona en relación a su propia materia, o cómo la identidad sexual define un modo de estar en el mundo: la vida de Tonya, la travesti protagonista del filme, constituye el más grande alegato que se pueda imaginar a favor de la libertad individual y el derecho de toda persona a vivir en lo diverso. Humano, libre y feliz, Morir como un hombre ya puede encontrarse en las bateas de los videoclubes, y su recuerdo viene a cuento por otras dos películas de la cartelera actual: La piel que habito, último opus de Pedro Almodóvar, y La peli de Batato, estreno nacional de Peter Pank y Goyo Anchou (que se proyectó en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, por lo que ahora está fuera de cartelera, aunque se repondrá en los Espacios INCAA).
Como en la última filmografía del director manchego, La piel que habito es una película formalmente impecable, casi perfecta, pero que al mismo tiempo ostenta una rara frialdad: el modo de relación con sus personajes ha dejado de ser la pasión y el cariño, y la precisión de la puesta en escena amenaza con ahogar todo atisbo de libertad. El Almodóvar moderno se parece a su nuevo protagonista, un reconocido (y desquiciado) científico que ha perdido todo límite moral en su trabajo, al punto de naturalizar la más tenebrosa perversión. La piel que habito es así una de las películas más oscuras (y perversas) de Almodóvar, donde el director consigue radicalizar sus obsesiones y fantasías, aunque la pasión vuelve a estar en cuentagotas. Antonio Banderas compone (con corrección) a ese Frankenstein demencial, herido por un pasado ominoso: el doctor Robert Ledgard, cirujano de profesión, que al comienzo de la película anuncia un descubrimiento notable, la invención de una piel artificial más resistente que la orgánica. Claro que su cobayo es un ser humano, más precisamente Vera (la bellísima Elena Anaya), a quien mantiene secretamente encerrada en una fastuosa mansión en Toledo, y a la que ha sometido a diversos experimentos para modificar su cuerpo y darle la piel más hermosa del mundo. En algún momento, el filme retrocederá en el tiempo para mostrar el pasado de cada quien y entonces se revelará una trama de amor obsesivo, engaño, locura y un plan de venganza ejecutado por el propio Ledgard. A medio camino entre el melodrama, el thriller pasional y el filme de terror, La piel que habito es una obra desmedida pese a su contención: una pieza capaz de mostrar al Almodóvar más virtuoso y al más oscuro y problemático al mismo tiempo; un demiurgo obsesionado con sus propias fantasías y con la pulcritud de sus formas, pero que se desentiende de lo que pone en escena, o que al menos no es capaz de contextualizar ni problematizar los fenómenos que representa.
Todo lo contrario ocurre en La peli de Batato, que aborda con inusual calidez y humanidad la vida y obra de Walter Batato Barea, figura emblemática de la primavera democrática de los años ’80 en Argentina, héroe fundacional de la contracultura y el underground porteño, arrojado con los años a un insólito olvido. Clown, poeta, travesti, performer y sobre todo libertario, Batato Barea es incluso hoy un mito inclasificable, un ser en eterna expansión que hizo del arte un modo de existencia: Peter Pank (amigo y seguidor de Batato) y Goyo Anchou salen a buscar esa figura evanescente y la encuentran en un relato múltiple que se construye a través de la memoria íntima de ellos mismos, de archivos documentales y de múltiples testimonios que intentan dilucidar a Batato. Que nadie, ni la propia película, lo consigan del todo revela la dimensión desmedida del personaje, su cualidad absolutamente peculiar e irrepetible. Así como también la honestidad de la propuesta, que no busca agotar su objeto: al contrario, lo que buscan y consiguen Punk y compañía es relacionar a Batato con su tiempo histórico -al que acaso supo descifrar (y representar) como ningún otro-, y con el presente que vivimos, poniéndolos en diálogo sin forzar lecturas predeterminadas. El resultado es un filme que no sólo reivindica la herencia cultural de Batato, sino que se constituye en un desafío para nuestros contemporáneos (¿cómo entender el arte luego de ver a Batato Barea?). Un filme capaz (como aquel de Joao Pedro Rodrigues) de contagiar esas ansias de libertad que acaso constituyan la naturaleza más profunda de la especie humana.
Por Martín Iparraguirre