Un clan como reflejo del mundo
Con tal retraso llega a la cartelera local la ópera prima de la realizadora Karin Albou que su siguiente largometraje, La canción de las novias, ya fue estrenado hace un par de meses en las salas porteñas. La pequeña Jerusalén, presentada en el Festival de Cannes hace cinco años, forma parte de un creciente grupo de películas de origen europeo –muchas veces, aunque no es éste el caso, en coproducción con países “del Tercer Mundo”– que intentan retratar el microcosmos de un clan religioso como reflejo de las tensiones y conflictos del mundo moderno. De origen judío aunque no practicante, según declaraciones a la prensa, Albou se interna en el seno de una familia ortodoxa que habita en las afueras de París, cerca de los barrios árabes, pero se concentra fundamentalmente en uno de sus miembros. La joven Laura (Fanny Valette) cursa estudios filosóficos en la universidad y ya en una escena temprana descubrirá que sus paseos vespertinos –siguiendo las enseñanzas de las famosas caminatas kantianas– no son vistos con buenos ojos por sus familiares.
Laura es joven, bella y temerosa de los cambios que se están gestando en su interior. No ayuda mucho que la familia y el barrio estén atravesando por diversas crisis: la madre quiere casarla a toda costa lo antes posible, su hermana Mathilde descubre que el marido la engaña con otra mujer, los ataques a la sinagoga local se multiplican exponencialmente. Como si todo eso fuera poco, Laura se enamora de un compañero de trabajo, un joven musulmán que le quita el sueño y agita su cuerpo y espíritu. Hay una esencia en extremo programática en La pequeña Jerusalén, algo que no deja que la película respire con un ritmo propio, como si la realizadora pensara en la sucesión de escenas no tanto como un continuo narrativo sino como una progresión dramática diseñada para la demostración de una hipótesis. A pesar de los apretados encuadres que pretenden contagiar cierta idea de intimidad –en particular los del cuerpo de Laura cuando se viste y desviste–, el film termina transmitiendo una frialdad que no se desprende de la rígida estructura religiosa que retrata, sino por la necesidad de que cada personaje y situación se ponga siempre al servicio de una idea concebida de antemano.
Es así como la subtrama que involucra a Mathilde, cuya crisis matrimonial parece originada por su falta de entusiasmo sexual, se resuelve con un par de consejos en la mikvé, el baño de purificación mensual (breve aparición de Aurore Clément). La historia de pasión de Laura también es clausurada de manera brusca, como si Albou (también guionista) sólo pudiera resolver de manera salomónica un intríngulis que, tal vez, hubiera requerido una posición radical: entrega o ruptura incondicional con la tradición. Asimismo, el cierre del relato, con el viaje a otras tierras de la familia y un futuro abierto a las posibilidades para Laura, termina no haciéndose cargo de los conflictos planteados por el film en los noventa minutos anteriores, una variante de la corrección política que intenta, sin éxito, conciliar el pensamiento dogmático con las leyes del cine intimista más canónico. En última instancia, La pequeña Jerusalén, con sus correcciones técnicas, artísticas y políticas, termina convirtiéndose en un film aséptico, superficial, incluso banal.