El martillo y el yunque.
A contrapelo del gigantismo mainstream de nuestros días y de los tics de la comarca arty/ festivalera, el último opus de Roman Polanski reincide en el esquema de Un Dios Salvaje (Carnage, 2011), orientado a lo que podríamos denominar “teatro filmado”, y logra redondear otra experiencia maravillosa, en la que la frescura se funde con un minimalismo formal concienzudo. Definitivamente el octogenario ya no desea complicarse con exteriores y presupuestos abultados, amén de que cuenta con la sabiduría suficiente para percibir que para continuar con el análisis del cúmulo de estrategias detrás de la manipulación, sin duda su gran obsesión temática, sólo hace falta reproducir el eje principal de La Muerte y la Doncella (Death and the Maiden, 1994) y sus ironías en cuanto al desarrollo de personajes.
En otro de esos típicos duelos por el control, tanto de la dinámica física como del criterio de verdad, por un lado tenemos a Thomas Novacheck (Mathieu Amalric), un director y dramaturgo que en una sala parisina lleva adelante el casting para una adaptación de Venus in Furs, la famosa novela de Leopold von Sacher-Masoch, y en la esquina opuesta está Vanda Jourdain (Emmanuelle Seigner), una ignota actriz que se presenta para audicionar momentos antes de la partida del susodicho, luego de una jornada decepcionante. La energía e insistencia de la mujer lo hará posponer la vuelta al hogar y comenzar una lectura compartida del texto, así la sorpresa será grande cuando Thomas descubra que el talento de Vanda es equiparable a sus reparos para con el trasfondo ideológico de la obra en general.
Tomando como base esa suerte de retórica de colisión entre ambos, alrededor del desfasaje que plantea el relato que inspiró el término “masoquismo”, La Piel de Venus (Venus in Fur, 2013) va invirtiendo progresivamente el rol de amo y esclavo con vistas a desencajar los casilleros sociales preestablecidos y parodiar las interpretaciones fundamentalistas del arte vía la superposición de juicios sobre el mismo corpus: mientras que él idealiza la creación de Sacher-Masoch porque la considera canónica, ella le recuerda que los placeres del sometimiento ya no son tan literales y hasta acusa de “sexista” al trabajo, opinando que el balance del poder está volcado hacia el hombre. De a poco desaparecerá el límite entre el dúo y los personajes representados, quienes hacen de la humillación y el dolor sus fetiches.
Nuevamente el realizador se luce en la dirección de actores y en el manejo de la tensión narrativa, aquí firmando el guión junto a David Ives a partir de una puesta teatral de éste último. Si bien Amalric está perfecto como un pobre diablo ofuscado e inseguro, la que se roba el show es Seigner como una Afrodita enigmática, enrevesada y capaz de actos de justicia bastante peculiares que ponen en cuestión hasta qué punto es válida esta eterna lucha -a veces negociada, a veces delirante- por imponer la voluntad propia en la pareja, sintetizada en la película mediante la metáfora del martillo y el yunque. De hecho, el círculo vicioso del amor es uno de los núcleos centrales de la trama, la que a su vez parece homologarlo a una fascinación transitoria que responde a un automatismo social de cortejo.
Por supuesto que el juego metadiscursivo que propone el convite abarca asimismo los sinsabores del proceso creativo, enfatizando especialmente la pedantería de la fauna artística y lo tortuoso que puede llegar a convertirse el trabajo en conjunto, no sólo cuando no existe una pauta unificadora sino también en el caso de que las posiciones involucradas resulten francamente irreconciliables. Todo este mejunje psicológico a punto de estallar constituye la esencia de un opus elegante y muy gracioso que desde la autocrítica desdibuja el marco de la perversión para hacerlo dialogar con las transformaciones históricas y los caprichos/ las perspectivas de cada individuo. Entre la ignorancia y la vanagloria, hoy los arquetipos de la sumisión sexual desembocan en el terreno de la mitología y el grotesco…