Una nueva película de Pedro Almodóvar no es un estreno más, sino un verdadero acontecimiento. En sus largometrajes, el director español ha creado un universo propio y reconocible que el público y la crítica de todo el mundo esperan con ganas. Pero Almodóvar, que es un autor cinematográfico a la altura de los más grandes que ha dado el cine en el siglo pasado, no se conforma con hacer lo que todos esperan que haga y refritar, como otros, las fórmulas que ya le dieron buenos resultados. El director manchego sabe cómo cambiar para seguir siendo el mismo. Fiel a su identidad artística, se permite el riesgo. Por eso su última película, que en Argentina se estrena el jueves próximo, puede resultar tan extraña como familiar. Como otras veces, Almodóvar se nutre de varios géneros cinematográficos entre los que sobresale el melodrama pasional, y vuelve sobre algunos temas y obsesiones recurrentes. Pero el director –y guionista- no se queda en la comodidad de lo viejo y conocido, sino que se anima a incursionar en un terreno nuevo, el cine de terror, para crear una historia que gira, también, en torno a la cuestión de la identidad.
En La piel que habito, Almodóvar adapta y reelabora la novela Tarántula, de Thierry Jonquet. Más de veinte años después de Átame (1989), el director vuelve a colaborar con Antonio Banderas, con quien trabajó por primera vez en Laberinto de pasiones (1982), cuando el actor tenía apenas veintidós años. Esta vez Banderas interpreta al prestigioso y perverso cirujano plástico Robert Ledgard, que se incorpora al extenso linaje de científicos locos que han dado a luz la literatura y el cine de terror, empezando por el célebre doctor Frankenstein. Ledgard, cuya esposa murió tiempo después de haberse quemado viva en un accidente, practica experimentos para crear, a partir de técnicas transgénicas, una piel tan sensible como la humana pero más resistente. Pero el conejillo de indias del cirujano no es precisamente un conejillo sino Vera (Elena Anaya), una chica joven y bella a la que mantiene secuestrada en condiciones de lujo y atendida cordialmente por Marilia (Marisa Paredes), una ama de llaves a la vieja usanza.
Vera vive encerrada en El Cigarral, una especie de clínica-prisión que funciona en la casa de Ledgard en Toledo, en un futuro tan cercano (2012) que difumina los límites entre el realismo y la ciencia ficción. Especialista en cirujía estética, Ledgard utiliza sus conocimientos para manipular el cuerpo de Vera y recrearlo hasta dejarla igualita a su esposa muerta. La obsesión de este cirujano exitoso y de apariencia impecable con la imagen de su difunta esposa es una de las tantas referencias cinéfilas de la película. En este caso, remite a Vértigo, la película de Alfred Hitchcock en la que el personaje de James Stewart descubre en la calle a una mujer que le recuerda a su esposa fallecida e intenta, a través del vestuario y ciertas indicaciones, transformarla en ella.
La primera parte de la película es bastante rara. La relación entre estos tres personajes no se condice con el clima de aparente armonía que se respira en la casa. En su celda de lujo, Vera practica posturas de yoga y elabora muñequitos de tela que copia de la obra de la artista Louise Bourgeois; mientras Ledgard la admira fascinado desde fuera, a través de varias pantallas que reproducen las imágenes de una cámara de vigilancia. Al principio es difícil entender qué pasa; con un tono frío y distanciado, la película muestra apenas la punta del iceberg, y abre cada vez más interrogantes. Pero de repente irrumpe Zeca, un extraño personaje que confunde a Vera con la esposa muerta de Ledgard y dispara una sucesión de hechos violentos.
A partir de allí, varios flashbacks servirán para develar la oscura y rebuscada trama que une a los personajes, con varias vueltas de tuerca tan sorprendentes como perturbadoras. No conviene contar demasiado porque parte del atractivo de la película reside en cómo el espectador va uniendo las piezas de ese rompecabezas narrativo, y vale la pena verla. Pero sí se puede decir que se trata de una historia de pasión, venganza y abuso de poder; todos temas frecuentes en la obra de Almodóvar. La diferencia en este caso es el tono de terror psicológico, que domina casi todo el relato. En varias entrevistas a medios extranjeros, el director español contó que en un primer momento había pensado hacer un film mudo en blanco y negro, inspirado en los films expresionistas de directores alemanes como Fritz Lang o Friedrich Murnau. Pero al final decartó la idea porque era “poco comercial” y utilizó como principal referencia cinematográfica la película francesa Los ojos sin rostro (1960) de Georges Franju, en la que un cirujano plástico enloquecido secuestra chicas para arrancarles la piel y utilizarla para reconstruir el rostro de su hija, desfigurado por un accidente del que él se siente responsable.
En La piel que habito, el terror y la violencia no se traducen en imágenes sangrientas. De hecho, casi no hay sangre: la película es fría y aséptica como todo el imaginario visual asociado a la medicina moderna, a la que los pacientes se entregan dóciles. Y eso refuerza todavía más el terror, la sensación de estar ante algo verdaderamente siniestro. Porque acá los avances científicos -que parecen de ciencia ficción pero se acercan mucho a la realidad- se utilizan para castigar al otro, para ejercer sobre él un poder absoluto y pulverizar su identidad. Pero esa violencia también puede ser una trampa para quien la ejerce. Y en cierta forma de eso se trata la película, de la posibilidad de resistir y preservar la identidad, pero también de quedar atrapado en en el propio laberinto.