Un pentagrama teñido por la violencia
En un escenario sujeto a mutilaciones y travestimientos, el pasado irá asomando desde una demencial historia de pasiones que conducirá hacia la noche en los jardines, en este film que marca el reencuentro del manchego con Antonio Banderas.
¿Qué se oculta detrás de ese cartel de esa gran finca, que abre su camino de entrada con naranjales, llamada El cigarral, en las afueras de Toledo? Por cierto, basta escuchar con atención el primer fraseo musical, compuesto por Alberto Iglesias, habitual colaborador del director desde La flor de mi secreto (1995), para ubicarnos en un clima de intriga. ¿Qué comenzaremos a develar a medida que avanza el relato, desde la presentación de sus personajes?, situación que se inicia en su ámbito doméstico que poco a poco, irá mostrando una antigua historia.
En su último film, presentado en la muestra oficial de Cannes de este año, donde obtuvo la Palma de Oro la tan controvertida, abucheada y aplaudida por igual, El árbol de la vida, de Terrence Malick (para este crítico, un nuevo evangelio megalómano en clave de disciplinamiento "new age"), el film de Almodóvar no mereció reconocimiento alguno por parte del Jurado oficial integrado por Jude Law, Uma Thurman, entre otros, presididos por Robert De Niro; aunque amplios sectores de la crítica se encargaron de subrayar los méritos del film, reafirmando la capacidad narrativa de su realizador y su particular manera de mirar el cine, de ofrecer diferentes cruces con sus films más amados.
Este film del realizador manchego, privado él en parte de una correcta audición y con diagnóstico de fotofobia, transita por los caminos más escarpados y riesgosos de su filmografía anterior. Y ésta, su obra número 19, es un auténtico orillar el abismo.
Desde el título el film se emparienta con una larga tradición de relatos que abren los espacios vidriados de laboratorios y generan criaturas artificiales, desde que Mary Shelley imaginó el origen de una nueva criatura. Igualmente allí están los ecos de los films de Fritz Lang y George Franju, de Caligari y Mabuse, a través de atmósferas expresionistas, personajes que se proyectan y se agigantan abriéndose a lo siniestro; seres sometidos a la voluntad hipnótica de omnipotentes manipuladores.
Hipnótico sí, es el film de Almodóvar. Como lo sigue siendo ese film de Alfred Hitchcock, auténtico palimpsesto del mito órfico, que es Vértigo, también aquí presente a través de la necesidad de recrear la figura del ser amado. Y todo ello filtrado en los colores rabiosos que se enfrentan a los claroscuros de los melodramas de Douglas Sirk, como ya lo había hecho en Tacones lejanos.
En 1990, Almodóvar había filmado aquel último film con Antonio Banderas, Atame, con Victoria Abril, historia de pasiones que se libran en un juego de permanente tensión, desde ese grito imperativo que se profiere estruendosamente desde el título. Desde aquellos días, el actor cubrió roles de estrellas frente a las cámaras de directores estadounidenses pero jamás logró impactar como cuando Almodóvar le acercaba los guiones.
Ahora, Antonio Banderas, lejos ya del exitismo de Hollywood, y del glamour de la alfombra roja, regresa con este film, desde este rol que compone, desde una construcción que remeda a tantos personajes movidos por intereses particulares, dibujando un nuevo diagrama, un juego laberíntico en el que asoman las siluetas del crimen y del incesto, la tortura y la falsificación, los cambios de identidades que se ciernen ominosamente como un humo letal tras las paredes de El cigarral.
Y las puertas se abrirán para otros personajes, que descubren otros pasadizos de la historia familiar, que pueden sorprender con otros ropajes y cometer actos animalescos, de manera directa que irán desocultando a los que se actuaron desde las actitudes formales. Una madre será el puente por donde transitan aquellos episodios que están manchados por huellas de sangre, una madre que se volverá cómplice, que orquestará su propio epílogo. Como en los films de Alfred Hitchcock, ellas deciden cuando debe caer el telón.
En un escenario sujeto a mutilaciones y travestimientos, que dejan reconocer las marcas del cine de David Cronenberg, el pasado irá asomando desde una demencial historia de pasiones que nos conducirá hacia la noche en los jardines, donde el cruce de lo no permitido, el borramiento de toda línea divisoria se fusionará y enmascarará en el rostro de un otro.
Film pesadillesco, que se atraviesa como un túnel, La piel que habito nos lleva a deslizarnos por los ámbitos más perturbadores de la vocación voyeurista de cada espectador de cine. Fue en 1987, cuando Agustín Almodóvar, hermano del realizador, abre las puertas de su propia productora, El deseo y desde entonces, desde ese primer día de rodaje de La ley del deseo, en este film en el que Antonio Banderas componía un joven psicótico que mataba por amor, es el deseo liberado el que se expande de manera desenfadada, adoptando diferentes máscaras y nombres, posicionándose de diferentes formas, en cada uno de sus films. Como si de un film surrealista se tratara, una vez más, La piel que habito, aún con sus marcados desajustes y disonancias, se interna en esa eterna noche que desnuda sus más reprimidos secretos.
Almodóvar vuelve a la gran novela, eriza la piel de la pantalla y nos entrega en un pentagrama teñido por la violencia del ímpetu y del estallido del deseo, un itinerante descenso hacia una tragedia que se vuelve puro acto de liberadora, y al mismo tiempo, encadenante fábula.