Hace ya bastante tiempo que sabemos de la pericia técnica –a veces estética– de Pedro Almodóvar. Es decir: es difícil que una película suya esté mal narrada o mal filmada, que no contenga algún plano notable, algún momento inspirado. Lo que también es difícil hoy, cuando Almodóvar además es plenamente consciente de sus virtudes, es que haya algún elemento que nos emocione. Hay una barrera en sus últimas películas: vemos las emociones de los personajes y las comprendemos de un modo intelectual, pero no se nos transmiten. En este film, donde juega –aunque lateralmente– con el cine de terror y suspenso, se narra la historia de un cirujano que desarrolla una piel artificial y que mantiene en su casa-castillo encerrada a una bella mujer con quien experimenta. Pero detrás de esta situación hay un pasado lleno de dramas pasionales, de violaciones y de tristezas. Justamente ese pasado es el que aparece disuelto en el virtuosismo constante de la puesta en escena. La ironía del secreto/vuelta de tuerca de la película también pierde su fuerza emotiva en la misma medida en que el realizador muestra una enorme pericia como narrador. Quizás –solo quizás– el film sea más un acto de sinceridad del director que un acto de comunicación para los espectadores. Formalmente admirable, el film resulta un acto más cerebral que –perdón– de pura piel.