Frankenstein perdido en su laberinto
Reaparece el barroquismo del último Almodóvar, aunque escondido debajo de una superficie límpida, ascética y gélida como la de un laboratorio, escenario central del que quizá sea el experimento más complejo, oscuro y autorreferencial del director.
Un poco como en Los abrazos rotos, su film inmediatamente anterior, no hay una sino varias películas dentro de La piel que habito, nuevo melodrama noir de Almodóvar, protagonizado por Antonio Banderas y Marisa Paredes. Las historias dentro de otras historias, los racconti, las digresiones siempre fueron un sello distintivo en su cine de los últimos años y aquí reaparece una vez más ese barroquismo, aunque escondido debajo de una superficie límpida, ascética y gélida como la de un laboratorio, escenario central del que quizá sea el experimento más complejo, oscuro y autorreferencial de Almodóvar hasta la fecha.
“Yo creo que el mejor material para la ficción y para fabular es nuestra propia naturaleza, en todos los aspectos. Especialmente en los aspectos más imperfectos”, le decía Almodóvar a Página/12 en relación a Los abrazos rotos, donde el protagonista era un director de cine que se quedaba ciego. Ahora, en La piel que habito, el protagonista es el obsesivo doctor Robert Ledgard (Banderas), que bien puede leerse como otro alter ego de Almodóvar, en la medida en que –a la manera de un cineasta– también decide sobre la vida y la muerte de los personajes con los que trabaja.
Cirujano plástico reconocido internacionalmente, Ledgard es una suerte de Dr. Frankenstein redivivo, un genio perverso que en su quirófano, aislado del mundo y con la sola ayuda de una agria gobernanta llamada Marilia (Paredes, en plan Igor), intenta de- sarrollar un nuevo tipo de piel, sensible a la caricias pero mucho más resistente que la piel humana. El problema es que esa experiencia no la lleva a cabo trabajando sobre cobayos, como declara en una conferencia pública, sino sobre un ser humano que tiene recluido contra su voluntad –en una lujosa finca de Toledo, la misma que usó Buñuel para encerrar a Tristana– y al que somete a las más diversas intervenciones quirúrgicas, capaces de alterar por completo su fisonomía.
La piel que habito es ese tipo de películas de las cuales no conviene adelantar demasiados detalles, no porque trabaje en el terreno del suspenso propiamente dicho (aunque también lo tiene), sino porque cada una de las vueltas de tuerca del guión –y son muchas, quizá demasiadas– van revelando zonas que el director deliberadamente quiere mantener ocultas para ir descorriendo el velo de a poco. Baste con saber que a Ledgard no lo anima solamente el afán científico, sino que antes lo mueve la necesidad de ejecutar una cruel y dilatada venganza: cambiar totalmente la identidad de su cobayo humano. Pero lo que Ledgard no sabe es que, a la manera gótico-romántica, terminará perdida, fatalmente enamorado de su propia creación.
Hay un afán manipulador en Ledgard, una pulsión de someter –de la manera que sea– la voluntad de su víctima, que no es muy distinta de la manipulación que Almodóvar, a su vez, practica sobre el espectador. Es como si cada incisión, cada vejación incluso que Ledgard practica sobre su víctima, Almodóvar a su vez (en la que quizá sea su película más perversa) la practicara también sobre el espectador, que asiste indefenso a la desmesurada ambición demiúrgica del cineasta. Como Ledgard, Almodóvar también parece persuadido de que todo lo puede. Que uno lo haga en nombre de la ciencia y el otro en nombre del cine, no exculpa a ninguno de ambos. Sin embargo, y en tren de interpretaciones, la secuencia final quizá dé alguna pista de la autoconciencia del director: el quién mata a quién es muy revelador, de la misma manera que lo es el último, callado grito de auxilio de uno de los personajes, en un pueblecito de La Mancha no muy distinto quizá del que salió el propio Almodóvar.
Más allá del virtuosismo con el que filma Almodóvar, de la fluidez que le confiere a su película, a pesar de la infinidad de recodos que tiene la trama, y del lujo de su paleta cromática, cada vez más sofisticada, La piel que habito hace extrañar al primer cine de Almodóvar: un cine más abierto, más libre, menos asfixiante y menos pendiente de ese solitario experimento de laboratorio que es siempre un guión de hierro.