Pedro, el cirujano
A esta altura de su carrera, Pedro Almodóvar puede hacer lo que se le cante. Ya no tiene que concebir películas para ganar el Oscar: ya lo ganó primero con Todo sobre mi madre, su peor filme, y con Hable con ella, uno de sus mejores. Es el realizador español más influyente de las últimas décadas, y rankea muy alto en la tabla europea, e incluso mundial. Su estilo es claramente reconocible y ya tiene un piso de público predeterminado. Incluso los críticos, expertos en ignorar cineastas en cuanto pasan un poco de moda, siempre discuten y polemizan sobre sus obras. Para bien y para mal, Pedro nunca pasa desapercibido. Por algo en los créditos, en el momento en que aparece la clásica frase “Un film de…” le basta con poner simplemente “Almodóvar”. Ni el nombre de pila necesita ya.
Por eso no es de extrañar que en sus últimas películas haya ido refinando su estilo al extremo, a la vez que redobla la apuesta narrativa y explicita cada vez más sus obsesiones referidas al cuerpo, la sexualidad, el choque de géneros, la mirada, el punto de vista, el artificio y el cine. La piel que habito es un ejemplo bastante evidente de esto.
El film cuenta la historia de Robert Ledgard (Antonio Banderas), un brillante cirujano plástico que mantiene prisionera desde hace años a una mujer llamada Vera (Elena Anaya), con la que realiza todo tipo de experimentos vinculados al cuidado de la piel humana. El vínculo entre ellos es largo y complejo -atraviesa el deseo, el amor, la opresión, la represión, la venganza, la sumisión-, y Almodóvar se encarga de complejizarlo aún más, con muchas idas y vueltas en la narración, que en algunos casos son bastante forzadas.De hecho, en mitad del metraje, el film parece perder su eje, introduciendo nuevos personajes que durante bastante tiempo parecen estar sin rumbo, como esperando que el director hiciera algo con ellos.
Es que Almodóvar controla todo y, a diferencia de muchos de los mejores momentos de su filmografía, los protagonistas no tienen la oportunidad de ejercer su propio destino, de crear su propia historia, porque hay un autor-Dios muy pendiente de que lo que tiene para decir se cumpla. Por eso algunos de ellos son memorables, como el de Marilia (Marisa Paredes), una madre incompleta, que puede llegar a tener dos hijos, uno al que niega y otro del que se esconde parcialmente, comportándose siempre de manera maternal, pero a la vez, negándose a asumir totalmente su rol; pero otros estereotipados, como Zeca, uno de los hijos de Marilia, quien es más una caricatura que otra cosa. No nos olvidemos por supuesto de Robert -mostrando el mejor lado siniestro de Banderas, lejos de la estampa de estrella hollywoodense, casi como probándose a sí mismo- y Vera (Anaya como figura ambigua y seductora), ambos con pesadas mochilas sobre sí mismos.
En esa configuración-construcción-manipulación de los personajes, La piel que habito es un film que alterna entre el distanciamiento clínico y la cercanía extrema, brutal. A tal punto se da este juego de avance y retroceso, que en varias secuencias la película no se piensa a sí misma más allá de ciertos rasgos estilísticos, con lo que se aparta cuando se tendría que acercar, y viceversa.
Las secuencias finales de La piel que habito, una obra tan mecánica como desconcertante, confirman buena parte de las virtudes y defectos que posee todo el relato. En cierto modo, su lógica es implacable y prácticamente innegable. Sin embargo, también aparece como forzada e incoherente con lo que los personajes parecían sentir y proclamar. Aún así, Almodóvar posee el talento suficiente como para transmitir las marcas corporales y psicológicas de quienes protagonizan el film a los espectadores. El problema a futuro pasa porque su habilidad a la hora de contar y su capacidad de puesta en escena no le hagan perder su humanidad.