El miedo será mi hogar. La plegaria del vidente es un relato policial en el que habita un fantasma. La vitalidad extraída del film noir de la que hace gala, como si exhibiera un salvoconducto o una carta de recomendación –sus espasmos nocturnos, su sordidez recortada sobre un fondo de sentimentalismo romántico, el esmerado cataclismo del que emerge, a los tumbos y lleno de golpes emocionales, su tenaz investigador protagonista–, parece obrar a modo de tesis poética e instancia irrepetible del cine: el mal es una peripecia sin sentido aparente, un centro de gravedad hacia el que las imágenes se precipitan para perderse, sombrías y escandalosas, como si cayeran dentro de un agujero negro. El mal, en la película de Calzada, es un fantasma que ocupa transversalmente la escena y tarde o temprano los toca a todos. Policías, prostitutas, políticos, periodistas, cafishos, forenses, todos participan de la corriente de electricidad del mal y se deslizan hacia alguna forma terrible de destrucción. Incluso el vidente del título se mueve en el terror constante proporcionado por las imágenes oníricas que lo asaltan, esa obstinación que se mueve desde el fondo de su ceguera para traerle, una y otra vez, la maldición del que ve más que el resto, del que a su pesar traspasa la materia y alcanza un pliegue insospechado unos metros más allá.
La película expone el caso de un asesino de prostitutas de Mar del Plata – el “loco de la ruta”, como consigna rápido la crónica de los diarios – para operar como cámara de resonancia de un malestar social sin nombre que por momentos parece salido del cine enloquecido de Sion Sono. La arrogancia y la contundencia en el trazo amenazante que recorre buena parte de La plegaria del vidente amaga con compartir algo de la feroz truculencia del japonés, antes de que sus trucos visuales y su barroquismo de postproducción la acerquen más a Pecados capitales o algún otro exponente parecido de la familia grunge. Pero, en realidad, Calzada da muestras de una gran habilidad para construir un policial terrorífico revestido de un minucioso look moderno, que atrasa algunos años pero que se las arregla para ofrecer una cuota de extrañeza nada desdeñable en el panorama del cine argentino. Aunque muchos de los personajes aparezcan mal delineados y la trama se vuelva confusa y poco manejable, la película es implacable en su tono generador de agobio, así como también luce desprejuiciada y audaz en el saqueo de anacronismos que aporten a su causa de sensación de disolución y hundimiento generales. La cámara se mueve en espasmos, los flashbacks estallan de colores titilantes, el montaje interpela el mundo mediante fragmentos melancólicos de luz saturada en los que las mujeres asesinadas parecen el preámbulo de alguna clase de catástrofe universal. El director tira toda la carne al asador en lo que respecta a la puesta en escena y le sale un objeto que resulta reconocible y desconcertante en partes iguales. La plegaria del vidente evita el dictamen moral y ofrece a cambio lo que aparenta ser un recordatorio poco sutil acerca de la precariedad del orden social.