Un barco puede ser el lugar ideal para una película de terror. No hay exterior hacia donde escapar, el océano resulta el límite absoluto de todos los miedos. En Yo caminé con un zombie (1943), un viaje en barco era el prólogo del horror de la isla: "Todo le parece hermoso porque no lo comprende. Esos peces voladores no viven felices, saltan de terror porque el pez mayor se los quiere comer", anunciaba el lúgubre navegante. En Terror a bordo (1989), el mar también se convertía en el escenario de la locura, prisión única de pasiones desatadas.
Pero La posesión de Mary nunca aprovecha la inmensidad del agua ni la superstición de los marineros para alimentar las angustias de una familia que decide embarcarse en un viejo yate hacia las Bermudas. Anunciado como el inicio de una nueva vida para los Greer (Gary Oldman y Emily Mortimer, totalmente desaprovechados) y sus dos hijas, el viaje se convierte en el despertar de viejas maldiciones y conjuros de brujas resentidas que la película adosa al relato como la excusa perfecta para estridencias musicales, pisadas misteriosas o planos caprichosamente inclinados.
El director Michael Goi no logra trascender desde la puesta en escena el pobre argumento -plagado de giros entre absurdos y previsibles-, ni definir una atmósfera inquietante y opresiva; apenas salpica de ansiedad el derrotero dramático de sus personajes y convierte en una excursión aburrida ese salvaje crucero que prometía ser más interesante.