La posesión de Verónica ofrece una historia muy bien contada de posesión diabólica.
Todos aquellos a quienes el nombre de Paco Plaza les suene por el vértigo de la cámara en la saga Rec deben estar prevenidos. La posesión de Verónica es un relato cinematográfico de terror clásico, con un tema remanido mil veces desde El exorcista hasta hoy. Pero no se trata de un clasicismo de escuela, sino de alguien que entiende el cine como un fenómeno sensorial, como un diálogo entre las imágenes, los sonidos, el tiempo y la sustancia dramática.
Tal vez el único rubro en el que falla el virtuosismo de Plaza son los efectos especiales. El tenso relato que propone de un caso de posesión diabólica (basado en un expediente policial de un caso de 1991) se distiende cuando el espíritu maligno se encarna en una especie de momia negra, sin rostro, como una sombra extraída del expresionismo alemán y dotada de tres dimensiones.
Pero antes de que se materialice ese espectro, la película ofrece una historia muy bien contada. La de Verónica, sostenida por una trabajo impecable de la joven actriz Sandra Escacena. Es una adolescente que debe hacerse cargo de sus hermanitos menores porque, desde la muerte del padre, la madre debe trabajar día y noche en un bar de Vallecas, barrio popular de Madrid.
Plaza explora esa vida cotidiana levemente disfuncional con una increíble sensibilidad para exponer los juegos y los problemas de los niños a principios de la década de 1990. Y a medida que pasan los minutos va virando ese ambiente más o menos costumbrista hacia la zona de lo siniestro. Lo acompaña la tradición de la España negra, esa que viene de la inquisición, pasa por Goya, y llega hasta el presente en la forma de una mitología cristiana que perdura más como superstición que como fe.
Esos elementos, a la vez individuales y colectivos, hacen que La posesión de Verónica se distinga de las decenas de películas de posesión diabólica que hoy ofrece la industria del terror.