Está claro que cuando algo puede salir mal, lo más probable es que salga mal, y aunque lo intentemos no hay vuelta atrás para remendar el hecho y que todo vuelva a fojas cero.
Porque esto es lo que sucede en ésta producción sudafricana del director Alastair Orr, que le da otra vuelta de tuerca y cambia la perspectiva de la convencional historia de la casa invadida por espíritus malignos.
Pese a ser una narración clásica de las películas de terror, que nos mantiene en vilo hasta que aparece el monstruo de turno y luego vemos las luchas con sus víctimas, aquí entra en juego otro condimento original, que no está instalada en el sótano de la casa o detrás de las paredes sino en las propias almas atormentadas de cada uno que se cruce con el demonio Tranguul.
Ellos, la banda de criminales liderada por Hazel (Sharni Vinson), son cuatro personas que planean capturar a una chica que vive en una mansión con sus padres y pedir un rescate que los salve económicamente para siempre.
Al ejecutar el plan se llevan a Katherine (Carlyn Burchell) y la esconden en un sótano tenebroso de un galpón abandonado, cuando comienzan los problemas y las sorpresas, que descolocan a los delincuentes y no entienden el por qué.
Aunque lo intenten tapar, borrar de sus cabezas, las pesadillas de cada uno de los secuestradores los persiguen a todos lados y se encontrarán peleando con el devorador de las almas atormentadas.
Con un ritmo vertiginoso, que casi no da respiro, porque suceden continuamente cosas que los personajes intentan sortear, va in crescendo el relato, con la utilización de los clichés y artilugios conocidos por todos, donde la noche es un protagonista esencial e iluminarse con linternas permanentemente le aporta una cuota de incertidumbre y misterio al no poder ver qué es lo que se oculta en la oscuridad. Porque, en definitiva, cada uno de los secuestradores se tiene que enfrentar a sí mismos, cara a cara con los traumas que sobrellevan y que puede ser más duro, difícil y escabroso que combatir a un ente del más allá.