Atrapado en Livorno
El director italiano Paolo Virzí adelantó que frente a tantas malas noticias por la crisis europea, su opción fue La prima cosa bella, una película que rinde homenaje a la comedia clásica italiana de los años 1970. El impulso derivó en una comedia dramática sobre los lazos familiares y el descubrimiento de verdades nunca dichas.
Bruno (Valerio Mastandrea) vuelve a Livorno porque su madre Anna está muy enferma. Lo hace a regañadientes, llevado por su hermana Valeria (Claudia Pandolfi). La película va mezclando el presente de Anna (Stefanía Sandrelli) y su pasado, con los niños pequeños. La vida familiar parece haber cambiado completamente una noche de 1971 en que Anna (Micaela Ramazzotti) fue elegida la "mamá más bella del verano". Su belleza la empuja al centro de las miradas y de ahí en más cobra otra luz el recuerdo de Bruno. Aquel niño serio todavía huye del estigma familiar.
Guiado por el punto de vista de Bruno, Virzí va mostrando escenas de violencia familiar protagonizadas por su padre Mario, enfurecido por la exposición pública de la esposa; la separación, cuando expulsa a Anna del hogar; el rol de la tía tutora; los chismes del entorno; las mudanzas sucesivas de Anna con los niños; la relación tortuosa con los hombres.
Micaela Ramazzotti expresa sensualidad y cierta inocencia que la pone en la frontera de la bella tonta. Ella finge, sonríe y canta Nicola Di Bari para proteger a sus hijos de la realidad, mientras sueña con ser actriz de cine.
No faltan personajes ni elementos clave en la pintura de la tragicomedia de Bruno. La perspectiva, muy interesante, cae, no obstante, varias veces en el cliché. El montaje de las distintas épocas va descubriendo la historia familiar y la psicología de los personajes, al tiempo que Stefanía Sandrelli compone una enferma terminal que no pierde la sonrisa.
El otro relato, el que Virzí resigna, hubiera generado otra película. Anna es bella y paga por eso en una sociedad que pone a la mujer en el rincón de la casa. El personaje, muy rico en matices, se queda en la gestualidad más exterior. El reparto, de muy buenos comediantes (los niños incluidos), convive con el ridículo de algunas situaciones y los finales previsibles. Livorno tiene mar. Se habla poco de eso y no se lo ve, hasta que después de andar perdido entre el lado oscuro de los recuerdos y las adicciones, Bruno descubre, otra vez, que un buen día puede ser el comienzo del resto de su vida.