El círculo pendular.
Matías Piñeiro es una rara avis dentro del puñado de directores surgidos post Nuevo Cine Argentino, sus motivaciones no pueden etiquetarse dentro de alguna urgencia que direcciona el interés de sus colegas contemporáneos. La Princesa de Francia viene a cerrar una trilogía compuesta por el mediometraje Rosalinda y el largo Viola, en los que los textos y referencias al universo shakespeariano marcan la principal cualidad de la filmografía del director radicado en Nueva York: en la primera llevaba adelante una relectura de fragmentos de Como Gustéis y en la segunda de Noche de Reyes, dos de las comedias más populares del autor inglés. Piñeiro trabaja con una troupe y por ello recurre nuevamente al séquito de actrices de sus films previos, pero la gran diferencia aquí es la presencia de un protagonista masculino que circunda a los personajes femeninos.
Víctor (Julián Larquier Tellarini) es un joven director teatral que regresa de México después de un año y se reencuentra con un grupo de actrices, todas ellas -en menor o mayor medida- pertenecen a su escenario sentimental. Su novia (Agustina Muñoz), quien lo esperó durante el tiempo de ausencia, Ana (María Villar) su amante, Natalia (Romina Paula) su ex, Lorena (Laura Paredes) una integrante de la troupe interesada en él, y Carla (Elisa Carricajo) un potencial futuro amor: las cinco actrices integran el nuevo proyecto de Víctor, el cual pasa por grabar un piloto de radioteatro sobre Trabajo de Amor Perdido, obra que ya representaron.
El plano secuencia -con el que se inicia la película- de la cancha de fútbol 5, con la cámara apuntando hacia abajo, es la puerta de un entramado estético sofisticado, dentro del cual Piñeiro incluye una oscilación hacia lo popular, en cierta forma filiándose a la ideología shakespeariana de plantear una convivencia de lo mundano y lo culto en una misma dimensión. Esta recurrencia se trabaja en base a un engranaje preciso de situaciones dramáticas, citas (las pinturas de William Bouguereau en la escena del Museo Nacional de Bellas Artes) y música (el uso de sinfonías de Robert Schumann) que se ajustan al espíritu lúdico de Piñeiro, otro de los motivos aparecidos en sus films anteriores. En La Princesa de Francia éstos se resignifican al invertir las situaciones que atraviesan los personajes de la obra de Shakespeare. El placer estético pendular de ir de lo sofisticado a lo estrictamente popular también se observa en el uso retórico de las herramientas formales, en el empleo de la fotografía (nuevamente un triunfo de Fernando Lockett). La Princesa de Francia es una nueva experimentación de Piñeiro, un director que en este tercer estadio de sus variaciones sobre Shakespeare sube la apuesta a una narrativa más enrevesada y a un tratamiento estético que ya define su estilo como un autor singular, una auténtica isla en la geografía del cine argentino.