El amor en tiempos de capa y espada
“Lo que me interesaba era capturar el alma de la época”, confió Bertrand Tavernier, en entrevista publicada días atrás en Página/12. No parece haberlo logrado. Versión de la novela homónima de Madame de La Fayette, si de algo sufre La princesa de Montpensier, presentada en competencia en Cannes 2010, es de exterioridad. Historia de amor en tiempos históricos, el realizador de Un domingo en el campo se propuso abordar ambos planos a partir de un doble punto de vista: el de la protagonista, típica heroína romántica, y el de uno de los hombres que la circunda, cuya lucidez política lo lleva al renunciamiento. Las intenciones de Tavernier no resultan visibles: el relato está narrado desde la misma e impersonal tercera persona que el grueso de los dramas históricos, no logrando transmitir la pasión amorosa de Marie ni la lucidez política de Chabannes.
La historia tiene lugar en el marco de las sangrientas guerras religiosas del siglo XVII en Francia. Heredera de una de las más grandes fortunas del reino, la bella Marie de Mézières (Mélanie Thierry) ama al duque de Guisa. Su padre, el marqués, la fuerza sin embargo a contraer enlace con el príncipe de Montpensier, a quien Marie ni siquiera conoce. A poco de casarse el príncipe debe partir a la guerra, enviando a Marie a un refugio campestre. Allí la chica estará al cuidado del conde de Chabannes (Lambert Wilson, único rostro conocido del elenco), hombre ilustrado, a quien los horrores de la guerra llevaron a tomar distancia de católicos y hugonotes. A cargo de la instrucción de la muchacha, Chabannes no podrá evitar enamorarse, aunque guarde para sí el secreto. Dejará de hacerlo cuando al castillo lleguen, en breve tregua bélica, el duque de Guisa y su amigo, el duque de Anjou, futuro Enrique III. Allí serán tres los flechados por Marie. Los tres, duchos en el manejo de la espada...
Es difícil discernir si es por limitaciones propias, de la neutralidad de la cámara o de ambas cosas que ninguno de los protagonistas (con la siempre poderosa presencia de Lambert Wilson como única excepción) logra comunicar los ardores que presuntamente los queman. Más allá de ser bonita (en el sentido más gélido de la palabra), resulta tan difícil adivinar los sentimientos de la heroína como la temperatura que eleva en otros. Rodeado de una aristocracia de conspiradores, envueltos en guerras de sangre cuyos motivos ni siquiera se plantean, es menos complicado comprender el carácter refractario de Chabannes, héroe (o mártir) casi contemporáneo.