Caballeros sin espada
Bertrand Tavernier es uno de esos directores franceses que filman con regularidad pero que, además, colaboran con su trabajo en la instalación del cine galo como una marca de calidad superior al resto. Para ser claro: no creo que esto último sea así -de hecho tenemos La princesa de Montpensier para confirmarlo- pero su nombre está asociado por el imaginario del espectador a cierta idea de trascendencia. Imagínese entonces si como aquí, el film se basa en una novela en 1662 escrita por Madame de Lafayette, figura clave de la literatura moderna, quien con La princesa de Cleves dio el primer paso en ese sentido. La princesa de Montepensier es un relato que agrupa diversas vertientes de las novelas de época: por un lado la confrontación política teñida de lo religioso, las intrigas palaciegas con amores arreglados y pasiones reprimidas, y fundamentalmente el relato de aventuras, de caballeros que dirimen su honor a espadazo limpio. De todo esto hay un poco en el film de Tavernier, quien sin embargo filma con tanta corrección que un elemento clave falta a la cita: la pasión.
Mélanie Thierry es la citada princesa, quien se debate entre cuatro hombres: su esposo por mandato familiar (Grégoire Leprince-Ringuet), su amor del pasado Henri de Guise (Gaspard Ulliel), el lascivo duque de Anjou (Raphaël Personnaz), y el conde de Chabannes (Lambert Wilson), alguien que viene de abandonar la guerra entre católicos y hugonotes saturado por la violencia, y que ha sido destinado por el príncipe de Montpensier para cuidar a su esposa. Son estas pasiones cruzadas las que van haciendo avanzar la historia, mientras de fondo se cocinan otras cosas: los mandatos familiares, las formas de la discriminación, el poder como algo que se construye con acuerdos y a fuego. Obviamente Tavernier elabora un film político -o al menos lo intenta-, que si bien está basado en un texto del Siglo XVII, posee los suficientes elementos como para ser leído desde el presente. La princesa de Montpensier quiere ser un film anti-belicista, que niega el sentido de la guerra y apuesta por la concreción de los deseos personales como única forma de realización. Esta visión es, obviamente, contemporánea y moderna, alejada del texto que intenta más connotar diversos códigos ridículos de su tiempo.
Tavernier es alguien que filma clásico: la narración fluye clara y cristalina, aunque sus más de dos horas de duración terminen por jugarle bastante en contra. Por momentos el film se repite y se alarga innecesariamente. No obstante, contra lo que uno puede suponer (cierto envaramiento, una construcción refinada y con un ojo más atento a la dirección de arte, refinamiento visual por encima de la narración), la película no resulta tan qualité. Es, sí, una película de aspecto refinado, pero en todo caso hay una apuesta mayor por el drama romántico y la aventura de caballos y espadas, que por la reflexión pesada o la mirada política. El problema de la película es, en todo caso, que la ambición por contar mucho resulta nada: la aventura no es para nada física ni vertiginosa (hay algunas escenas de acción, pero filmadas con cierta pereza) y lo romántico está contaminado por la falta de pasión que desprenden sus protagonistas: ni Thierry, ni Leprince-Ringuet, ni Ulliel están a la altura de un relato que debería ser asfixiante y dramático, y no se entiende por qué pelean o se distancian. Salvo por cierta locura que desprende Personnaz y la noble interpretación de Wilson, La princesa de Montpensier se diluye en una especie de film que nunca termina de arrancar y que se extiende demasiado. Wilson y su conde de Chabannes son lo más interesante, quienes aportan algo de conflicto y complejidad, en el marco de una película demasiado interesada en los decorados y la buena recreación de época como para ensuciarse en los caminos de la pasión.