Fantasías animadas de ayer y hoy
Cuando la brújula del éxito ha perdido su horizonte; cuando el dibujo animado tradicional ha experimentado la metamorfosis digital, una de las alternativas de recuperar el rumbo es retornar a las fuentes. Sin embargo, ese regreso no debe entenderse como una obsesión por repetir fórmulas, sino más bien como una reincorporación de ciertos elementos que garantizan buenos resultados. Y eso es precisamente lo que define a esta nueva apuesta de la Disney que, fiel a la estrategia comercial de arrancar el año con una nueva película, apuntala un par de piezas desordenadas en la más que interesante La princesa y el sapo.
Poco o mucho tendrá que ver -lo cierto es que no es casualidad- el hecho de que en la era Obama las minorías comiencen a tener voz y un protagonismo poco frecuente. Así las cosas, del clásico cuento de los hermanos Grimm que narra las desventuras de un príncipe convertido en sapo gracias al hechizo de una bruja, que deberá recibir el beso de la princesa para romper el maleficio, apenas queda la cáscara. El primer gran cambio respecto al original es la traspolación de la Europa medieval al New Orleans de los tempranos años 20, con los ecos de efervescencia jazzística de fondo y un mago vudú que seduce con promesas de un futuro mejor a un aburrido príncipe y su paje. En esta ocasión será el príncipe Naveen quien arribe al convulsionado lugar en busca de su media naranja real y la Cenicienta del postre la simpática Tiana, cuyos sueños de camarera se resumen en la esperanza de alguna vez poder tener su propio restaurante. No obstante, como siempre, la mejor candidata para el muchacho es la consentida Charlotte, quien de niña junto a Tiana gozaba de esos maravillosos cuentos de hadas que tan dulcemente relataba la madre de ésta. Todo se precipitará cuando surja la sombra de la ambición tanto del príncipe como de su paje y aparezca en acción un pacto fáustico que desencadenará en ambos una doble conversión: Naveen en sapo y su paje en príncipe.
En esta suerte de operativo retorno a los orígenes de la dupla Ron Clements y John Musker, experimentados realizadores que tuvieron participación en -por ejemplo- La Sirenita, la idea central parece haber sido aprovechar al máximo el contexto y sus personajes más que la trama en sí misma, apelando a la diversidad como rasgo característico en sintonía con esa reivindicación de las minorías a partir de la inclusión de figuras como un cocodrilo, una luciérnaga, una estrella y una rubia tontona pero de buen corazón. Conjugados estos personajes con los protagonistas, una pareja de sapos, atravesados por la cultura afro-americana no sólo desde lo musical sino en un sentido mucho más amplio, los estudios del ratón Mickey logran concebir un film redondo que recuerda a aquellos productos previos a su fusión con Pixar.
Podría decirse que la plataforma ideológica que traza el universo de esta película sería algo así como la del “anti Shrek” porque vuelven los intervalos musicales (que la efectista partitura de Randy Newman se encarga de realzar) y sobre todo la necesidad de abandonar la burla y conducir la imaginación hacia el terreno de la fantasía con alguna que otra innovación y aggiornamiento a los tiempos que corren. La princesa y el sapo rescata la tradición, la recicla sin quedar pegada a ella pero lo más importante no la traiciona.