Bésame mucho
Gran apuesta de Disney a la animación tradicional.
La apuesta de Disney a regresar al mundo de la animación a mano alzada en momentos en los que todos se lanzan a la digitalización y al 3D fue al menos llamativa cuando se anunció. Y ahora que La princesa y el sapo está en la pantalla, puede apelarse al latiguillo conocido de que Disney lo ha hecho de nuevo para testimoniar que de lo que le faltan a muchos filmes animados del presente -historia, desarrollo de personajes, creatividad, que le decían- La princesa... tiene a borbotones.
Los responsables del filme son Ron Clements y John Musker, quienes fueron los adalides del comienzo de la segunda Edad de oro de la animación de la compañía del Ratón, con La Sirenita (1989) y -sí, lo hicieron de nuevo- Aladdin (1992). Claro que después llegaron Hércules (1997) y El planeta del tesoro (2002), filmes no tan logrados y el dúo se tomó su tiempo para volver a dirigir juntos.
Y bienvenidos sean. Por varias razones, hay que aplaudir La princesa..., aunque a diferencia de aquellos dos primeros títulos, les falte un plus para convertirse en clásico. Clements y Musker se han especializado en aquéllo que Disney mejor sabe hacer: tomar relatos preexistentes e, importándoles poco respetar los originales, imprimirles vida propia y variarlos como deseen. Y si a los puristas puede molestar(nos), la vuelta de tuerca hecha a la historia del príncipe convertido en sapo que debe conseguir un beso de amor de una joven para volver a convertirse en humano es, digámoslo, ingeniosa.
Por un lado, la "princesa", que en verdad no es tal, es una afroamericana. Por otro, es pobre y huérfana de padre -cuándo no le va a faltar un progenitor a un personaje de Disney-, y ansía abrir un restaurante. Y además, la historia transcurre en Nueva Orléans, por los años '20. Y si quedaba algo, La princesa y el sapo es, aquí sí, como La Sirenita y Aladdin, un filme musical. Con canciones, jazz y personajes que se expresan con las letras de Randy Newman (hombre de confianza de John Lasseter, de Pixar, pero ahora también mandamás de Disney). Y si es cierto que no hay muchos "hits" en la banda sonora -ninguna canción que uno salga tarareando y la recuerde al día siguiente sino se la pasan por la radio-, el combo está bien. Por momentos, muy bien.
Aquel cambio en la historia tiene que ver con que, al besar al sapo príncipe, éste no se convierte en humano, sino que Tiana pasa a ser una rana. El conjuro de un especialista en vudú algo chanta, el personaje maléfico con algún rasgo de Jafar, de Aladdin, traerá más problemas y personajes secundarios que suman y no restan, como un cocodrilo que siempre soñó salir de los pantanos de Nueva Orleáns para tocar en una banda de jazz.
Entre canciones y embrujos lo que abunda es el humor -y Aladdin salta a la mente de inmediato-. Al colorido y el despliegue visual que tiene el filme se le contrapone la oscuridad del maléfico Dr. Facillier, con escenas que pueden asustar a los más pequeñitos. Papis, niñas y niños, vayan avisados.