Sí, Disney también es bueno
Al igual que en el caso de James Cameron, cuya obra –con la excepción quizás de Terminator y Aliens- no goza de tanta buena prensa y el compromiso del público –que parece sentirse en la mayoría de los casos avergonzado de haber disfrutado de Titanic, pero no de haber visto Matrix-, los musicales animados de Disney están rodeados de un halo vinculado al placer culpable. Pareciera que uno fuera un ñoño total si se emociona o se deleita con Hércules, Mulan o La bella y la bestia. Distinto sucede con Pixar: muy pocos tienen problemas de contar cuánto les gustó Toy Story, Monsters Inc. o Wall-E.
Pues bien, falta reconocer la estructura estética, formal, analítica y discursiva de estos filmes, y juzgarlos en base a eso. Porque la verdad es que por algo han resultado casi siempre grandes éxitos. Y aunque el éxito monetario no es garantía de calidad cinematográfica, sí obliga a una atención particular. Y a través de una mínima exploración, se pueden reconocer relatos ágiles, que recuperan historias legendarias, para inculcar valores relacionados con la institución familiar, el casamiento, la amistad y hasta cierto conformismo con la sociedad capitalista. Se podrá no estar muy de acuerdo con su ideología, pero se tiene que reconocer que el estudio Disney ha hecho todo un arte –en el mejor de los sentidos- de esto de ser el representante de los parámetros conservadores. Y hasta habría que estar atentos a los momentos en que Disney se aparta de su vocación conservadora, para ir rompiendo con lo establecido.
Y el caso de La princesa y el sapo vuelve a plantear claramente esta problemática. Más aún con el aporte de John Lasseter (una de los fundadores de Pixar) como productor. El filme le da una vuelta de tuerca al mito de la princesa que besa al sapo, para que éste se transforme en príncipe. Y va mucho más allá de que la protagonista sea de raza negra. Hay toda una lectura política a partir de situar la narración en Nueva Orleans, ciudad donde el Estado norteamericano se ha mostrado ausente: surge la chance de resurgir de las cenizas, de la convicción de volver a intentar pese a todo, porque al fin y al cabo estamos en Norteamérica, la tierra de las oportunidades. Dentro de esta base, el relato se permite ser crudo, pues el progreso se hace a través del dinero: la protagonista lo necesita para abrir un restaurante; el villano para pagar deudas; el príncipe para solventar su estilo de vida. Y ese progreso se muestra como posible a través del esfuerzo y la persistencia. En sí, el filme de Ron Clements y John Musker (quienes ya estuvieron detrás de excelentes exponentes de la maquinaria Disney como Alladin, Hércules y El planeta del tesoro) es un producto muy característico de la era Obama, donde se intenta insuflar entusiasmo en el alicaído ciudadano estadounidense por todos los medios posibles, tratando de recuperar la confianza en el sistema capitalista.
La princesa y el sapo funciona en todos estos niveles analíticos porque es fluida, transparente en su desarrollo, con personajes bien desarrollados, secuencias disparatadas, una utilización productiva de las distintas gamas de colores y secundarios por momentos hilarantes (el cocodrilo jazzero se lleva las palmas). Incluso las canciones son completamente llevaderas (y esto lo dice alguien que no es precisamente un fanático del género musical).
Por todo esto es que uno sale feliz y entusiasmado después de ver La princesa y el sapo. Y está bien decirlo, e incluso cantarlo.