Si no fuera por los aburridos e interminables diálogos acerca de la fe, la existencia del Diablo, los ángeles y la apertura de una puerta entre dos mundos, La profecía del 11-11-11 podría haber sido un exponente más o menos decente de cine de clase B. No es que Darren Lynn Bousman apele a guiños o que ensaye una búsqueda en esa dirección de manera evidente, sino que su película presenta tales niveles de precariedad en todos los rubros (guión, puesta en escena, efectos especiales) que, aunque de manera involuntaria, tenía potencialmente un cierto encanto “bizarro” (para definirlo con la etiqueta que muchas veces se utiliza para revalorizar películas malas que están mal hechas). Si al principio es fácil sospechar la pobreza material de La profecía…, ni bien arranca el relato Bousman se muestra como un artesano poco dado a las sutilezas y, sobre todo, como un director perezoso y falto de ideas. Se percibe en el que probablemente sea el recurso más (y peor) utilizado en todo el metraje: la aparición repentina de seres peligrosos o de otros personajes, acompañados del correspondiente estruendo en la banda de sonido. Sin embargo, si estas irrupciones revelan cada vez más el carácter cómodo y rutinario de la película, cerca del final ocurre algo llamativo: los demonios pierden lo poco de terrorífico que todavía conservaban y son exhibidos brutalmente por la cámara en toda la miserabilidad de sus disfraces. Es imposible no ver gente vestida con túnicas y caretas en vez de enviados horripilantes del más allá. Pero no solo eso. Un efecto similar se percibe en algunos momentos de la historia, por ejemplo, cuando uno de los personajes viaja de Estados Unidos a Barcelona sin otra excusa que acompañar al protagonista (al que apenas conoce de unas pocas charlas fugaces e informales). También hay un uso de la metáfora que asombra por su chatura pero que, al mismo tiempo, da cuenta de una desfachatez propia del cine de más bajo presupuesto: el protagonista se pregunta de manera altisonante por el sentido de su vida y los eventos de los últimos días mientras recorre ¡un laberinto! Se nota también en la insistencia con que se brinda y recupera la información (llega un punto en que si uno escucha decir una vez más “eleven eleven” le pueden entrar ganas de atravesar la pantalla y sacudir por los hombros a los actores y guionistas).
La vuelta de tuerca final, que hasta pareciera aspirar a rendir un homenaje silencioso a En la boca del miedo, cumple con lo que se espera: el triunfo previsible del Mal sobre las fuerzas del Bien y la invasión de la Tierra. Lástima que ese cierre, que contaba con un sabor delicioso a clase B, no surta el efecto necesario: entre el abuso de los diálogos explicativos y la sobreinformación, los flashbacks que vienen a recordar escenas previas, la repetición de algunos recursos y la pobreza general con que se los pone en funcionamiento, el contexto pretendidamente sobrenatural y mítico pero pintado a las apuradas que se sirve de Barcelona como una ciudad exótica y rica en lo oculto; todo converge en una película que no es ni uno ni lo otro: ni cine de terror que recupera a los tumbos cierto espíritu de bajo presupuesto, ni thriller religioso con una densidad argumental más robusta.