Este producto plantea el grave problema de no saber por dónde entrar sin golpear, se podría citar la dirección de arte, la recreación de época, la fotografía....
Pero son rubros que a pesar de la importancia que poseen, si encuentran ubicación temporo-espacial de la misma, si es sobre el pasado real reciente, no demasiado conocido por la mayoría, sufrido por una minoría y negado por los torturadores, mucho mejor.
Una buena historia, si pudiese ser original en tanto novedosa, un buen texto, desarrollado, personajes creíbles y/o queribles, ayudaría a que no pasen desapercibidas, o en su defecto á ser dejadas de lado al momento del análisis y/o evaluación.
De todas estas variables sólo se cumple el hecho que el relato de este triangulo amoroso se desarrolle, este inmerso durante la perpetración de lo que se conoce como “El genocidio armenio”, ocurrido entre 1915 y 1923, producido sólo por el sustento del odio aplicado por el poder de turno, ¿El objetivo real? Económico.
En el principio nos ubican, voz en off mediante, en un pueblo del sur del Imperio Otomano, corre el año 1914, Michael Boghosian (Oscar Isaac), nuestro relator, uno de los protagonistas, cuenta la historia, su historia. Que pertenece a una familia armenia de tradición boticaria ancestral; que la vida en común con los vecinos, árabes y turcos es apacible; que su intención es estudiar medicina en Constantinopla, pero no tiene recursos financieros. Todo esto es verbalizado a medida que los vemos en las imágenes, recurso que pasada la mitad de la segunda década del siglo XXI molesta un poco.
Para lograr sus sueños de ser el médico de su pueblo natal, por escasez de dinero, se compromete con la hija de un acaudalado, quien le anticipa la dote de la novia (no es tan fea) con la “promesa” de casamiento al volver como facultativo. ¿De ahí el titulo?
Llegado a la gran ciudad, conoce inmediatamente a Ana Khesarian, (Charlote Le Bon), una artista armenia de regreso de Paris, pero en compañía de Chrys Myers (Christian Bale), un periodista yankee independiente, su pareja. Triangulo sentimental presentado en los primeros 20 minutos, sonde todo se vuelve demasiado previsible, extendido injustificadamente, transformándose en un culebrón paupérrimo.
Para instalarse definitivamente en este género, televisivo no cinematográfico, deberían aparecer personajes laterales. ¡Y lo hacen!.
Son aquellos que harán demorar el desarrollo del conflicto hasta lo insoportable. Es desde aquí, en vista de la selección de actores para esos roles, que se podría inferir la intención, digamos, desde los productores, que encontramos, yankees, canadienses, mejicanos, españoles, ingleses, franceses, iraníes, holandeses, marroquíes, algunos armenios, y muchos turcos, por supuesto. Todos hablando en inglés.
En ese conflicto romántico no hay malos, todos buenos, inmersos y enfrentados al mismo antagonista, el fanatismo que se instalo en gran parte del pueblo turco tomando a los armenios como sus víctimas más propicias, propulsada por el nuevo gobierno turco apoyado por los alemanes. (¿Había actores alemanes? No recuerdo)
Claro que los tres son un catalogo de virtudes, todos loables: Ana hasta emula a Juana de Arco, Chrys es la versión masculina y yankee de la Madre Teresa de Calcuta; Michael es Hipócrates. Todo esto dicho a partir de la construcción y desarrollo de los personajes, de sus características psico-sociológicas, morales, y acciones.
Una producto por demás pretencioso a partir de un guión de manual, diálogos pueriles, actuaciones demasiado poco convincentes, pero eso es responsabilidad de lo que le piden con lo que tienen, en el que hace empatía hacia la decadencia. Secuencias completas que sólo demoran, no agregan nada, para colmo todo mostrado, nada reservado a la imaginación del espectador, si el personaje va al baño se lo muestra apretando el botón de desagote del mismo, sumado el diseño del sonido y la banda sonora. Hasta se escucha un tango y dos de los protagonistas, Ana y Michael (aclaro por las dudas), lo bailan en Estambul en 1914. (¿Es el aporte argentino y/o uruguayo?)
Este ejemplo, de no sé cómo denominarlo, acaba como empezó, la misma voz en off, se sabe desde el principio, que nos cuenta como siguió la historia después que concluye el conflicto, el bélico y el pasional.
Situación que termina denostando aquello que intenta denunciar desde lo histórico, pues queda relegado a un segundo o tercer plano.
Todo en ciento treinta y cinco minutos, dos horas y cuarto, en el que la sensación culinaria, ese gran aliado del espectador, ese que hace que te trates de acomodar mejor para no irte de la sala, registra el doble. La primera vez que mire el reloj movilizado por la anestesia de la cadera, habían pasado recién 45 minutos.
Si quiere interiorizarse sobre el tema del genocidio armenio por vía audiovisual, mire el “Ararat” (2002), del director Atom Egoyan, no pierda dinero, menos aún el tiempo con éste.