Con Pablo Trapero ocurre algo singular: a medida que su cine fue ganando en capacidad de producción, ambiciones y medios, sus resultados se fueron empobreciendo. Cuanto más tiene menos logra. Su mejor obra todavía sigue siendo su debut, Mundo grúa, una sinfonía entrañable. Después se internó en aguas más profundas -El Bonaerense, Leonera y Carancho- y logró darle mayor compromiso dramático y visual a una obra bien valorada. Y se animó a más. Y apareció El Clan, un producto de menor estatura en su filmografía. Y ahora da otra volantazo para tratar de retratar la clase alta. La quietud es un melodrama más oscuro que profundo, denso y rebuscado.
Trapero abre la tranquera de su cine para visitar una estancia lujosa donde la agonía del patriarca parece anunciar la enfermedad terminal de todos. Allí vive Mia (Martina Gusman) junto a su madre, Esmeralda (Graciela Borges), una dueña de casa que sabe administrar los secretos con mano firme. El dueño de casa sufre un ataque en pleno juicio por un asunto turbio. Y eso trae de vuelta a la hermana mayor, Eugenia (Berenice Bejo), que vive desde hace años en París. A ese cuadro se suman la pareja de Eugenia, que aprovecha a fondo la simbiosis enfermiza de estas hermanitas que confunden todo, y un escribano que también sabe explotar los enredos de un ámbito lleno de sueños inconfesables.
A Trapero le cuesta darle fuerza a esta historia. No es convincente. El relato no fluye con naturalidad, todo es forzado, salvo esa Esmeralda, una matrona muy bien servida por una Graciela Borges que destila la justa dosis de sutileza, cinismo y reproches. El film está muy cuidado y Trapero en ese aspecto luce cada vez más seguro y maduro. Pero a la historia le falta sustancia, intensidad, agudeza. Ni la retorcida relación de esas hermanas ni los juegos de espejos que propone (un falso embarazo retrata el mundo de apariencias de que esa familia) ni el eco de los desmanes de la dictadura ni el rol descolorido de esos amantes que hacen y se dejan hacer, logran levantar la puntería de un film bien vestido, pero impostado, que debe recurrir a más de un golpe de efecto (asesinato, el accidente en pleno velorio y el revolcón de bienvenida entre las hermanitas) para tratar de darle complejidad a este relato espeso, enredado y artificioso.