En las amplias habitaciones de una casona de campo, cuyo nombre es también el título de la última película de Pablo Trapero , se ocultan unas cuantas cosas. En principio, una pila de secretos del pasado (familiares, pero también de otras índoles) que empiezan a subir a la superficie luego de la internación del patriarca y el regreso desde Francia de una de sus dos hijas. Martina Gusmán y Bérénice Bejo son las encargadas de darles vida a Mía y Eugenia, dos hermanas unidas hasta el punto de la simbiosis. Lentamente, el reencuentro comienza a generar un tembladeral, que el film metaforiza sin miedo al ridículo con unos breves cortes de luz algo sobrenaturales. En la cabecera de la mesa se sienta la patrona, una Graciela Borges con guiños a otros roles de su carrera, a veces con una copa de vino tinto en sus manos, aunque esta vez sin hielitos. El deseo sexual como chispa de encendido de los motores, la idealización de un tiempo pretérito que tal vez nunca fue perfecto y la posibilidad de que los cambios sean más drásticos de lo esperado se entrelazan en este Trapero cosecha 2018, que bien puede ser definido como un melodrama sobre endogamias familiares y sociales.