El último filme del director de “Mundo grúa” (1999) y otras producciones alejadas estéticamente de ese inicio, pero tan valederas como esa, ejemplos como “Carancho” (2010) o “El clan” (2015), realizaciones que terminaron de sacarlo de los márgenes de las producciones cinematográficas e instalarlo como uno de los propulsores del mejor cine industrial argentino.
El tema en cuestión no es sólo el “qué”, sino, y siempre, el “cómo”, si bien los personajes elegidos siempre se posicionaban en una fina línea divisoria, de lo moral. En esta oportunidad el director decide dejar esa moral de lado para jugarla, sin juzgar desde otro lugar, los secretos y mentiras dentro de una familia de la alta alcurnia vernácula.
El filme abre con la imagen tranquila de Mia (Martina Gusman) manejando el auto en un camino campestre, un plano que se corta para dar paso a un largo travelling persecutorio de Mia, mientras transita por la casa de sus padres, en su búsqueda, a los que se oye, hasta que los enfrenta y hace su aparición Esmeralda (Graciela Borges)
La ejecución técnica de esta secuencia es perfecta, lástima que no hace más que alarde de un saber, técnico claro, de cómo se filma, no se justifica ni en ese momento ni en el resto de la narración.
Podrían desplegarse interpretaciones, pero esas se chocan de frente contra el cartel que se visualiza al inicio de la segunda secuencia. El problema arranca después, la falta de información detallada en pos de poder manipular al espectador, para luego transformarse en una catarata de patologías e insinuaciones nunca del todo desarrolladas.
Mía y Eugenia (Berenice Bejo) son dos hermanas que se reencuentran después de mucho tiempo. La segunda regresa por sucesos que involucran al padre de ambas, mientras que la primera pretende mostrarle que nada ha cambiado. Junto a la madre, las tres se verán obligadas, desde las cuestiones legales y laborales del jefe de familia, a reconstruir el pasado, a enfrentar los desafíos y desvaríos que aparecen en el presente
O si se quiere, un viaje al décimo infierno de la mano de Esmeralda, quien no aparece como actriz principal siendo ella realmente la que promueve las acciones y los desenlaces. Un personaje casi construido deliberadamente para Graciela Borges, y lo sostiene con luz propia.
Por otro lado la cantidad de temas que intenta abarcar el texto se van diluyendo con el correr los minutos, al punto tal que por ausencia de desarrollo termina cuando no confundiendo desde la pregunta de ¿falta algo más. La dictadura militar y las apropiaciones de personas y objetos, la dialéctica del amo y el esclavo, nadie es exactamente lo que parece ser, la traición, los desamores, las infidelidades, las injustificaciones, el incipiente lesbianismo disfrazado de incesto, la envidia hasta la locura de todo se sabe dentro de la familia.
Demasiados temas para terminar siendo un casi culebrón televisivo que se “eleva” desde el uso de la banda de música y la formalidad del uso de los recursos lingüísticos cinematográficos al simple melodrama.
Lo mejor está en las actuaciones, hacen lo que pueden, a la cabeza Graciela Borges, la siguen Joaquín Furriel y Edgard Ramirez de buenas performances con lo que les toca. La pareja protagónica, Berénice Bejo y Martina Gusman, tienen un parecido asombroso.
Pablo Trapero sabe contar, sin lugar a dudas, acá se olvidó de observar un poco más el medio en que se sumergía, lejos de los márgenes que él bien supo retratar, y eso se nota.
No termina por defraudar del todo. Pero se espera más. ¿Culpa nuestra?