Cuando se alcanza el éxito no hay nada más difícil que no repetirse. Con mejores o peores resultados, a nuestro gusto o no, acertando o equivocándose, Pablo Trapero jamás lo hizo. Después de Mundo grúa le dijo adiós a la austeridad, la deriva y el minimalismo indies y saltó a El bonaerense, relato clásico sobre la iniciación en el Mal, al borde del género (el policial) y con valores de producción a la altura del mainstream nacional. De allí en más su política sería la misma de película en película, no repitiéndose ni una sola vez a lo largo de una carrera que lleva ya nueve títulos en diecinueve años, y que pasó de la producción propia de Mundo grúa a la asociación con todas las majors habidas y por haber a partir de Leonera (2008). Alguna vez la cosa no salió, como en Familia rodante (2004). Alguna otra desorientó por lo lejos que se había ido de casa, allá en San Justo (Nacido y criado [2006] transcurría en Comodoro Rivadavia). A la altura de Leonera estaba claro que la sencillez de Mundo grúa había dado lugar a la exuberancia de puesta en escena, y Carancho (2010) mostró un Trapero absolutamente autosuficiente en términos narrativos. Sobrevinieron las que a criterio de quien escribe son las películas más desencaminadas de su carrera: el cine social para paladares europeos de Elefante blanco (2012), que parecía mirar el fenómeno de los curas villeros desde Francia, y la chatura estética, sensorial y humana de El clan (2016), desperdicio pleno de un estofado suculento que Luis Ortega cocinó enseguida a toda orquesta en Historia de un clan.
La atípica unanimidad crítica que había acogido a Mundo grúa empezó a desgajarse a la altura de Nacido y criado, y lo siguió haciendo a medida que el nombre de Trapero crecía en el circuito de festivales y pasaba a jugar de local nada menos que en Cannes. De la mano de Ricardo Darín, único actor argentino capaz de convertir una película en éxito, Trapero conoció las mieles del público a partir de Elefante blanco, y con Francella y los Puccio alcanzó ese breve cielo. Tal como era de esperarse (en Trapero rige como con ningún otro el axioma “espera lo inesperado”), La quietud representa un corte drástico con todo lo anterior. Una vez más el director de Nacido y criado desalienta toda expectativa. ¿Actores supertaquilleros, después de haber filmado con Darín y Francella? No. Graciela Borges ya no lo es. Famosa, celebrada e icónica, sí (burlada y caricaturizada también, por ese modo de hablar que es todo un emblema del chetaje nacional). Pero supertaquillera, no. ¿Más cine de género, después de los policiales Carancho y El clan? Tampoco. ¿Cine de exportación después del Goya y el premio como Mejor Director en Venecia, ambos por la última de las nombradas? Nada de eso. La quietud es una película demasiado desbalanceada, demasiado lanzada a la pileta, demasiado incómoda como para tomarla como propia.
La nueva de Trapero es una película bastarda, que no reconoce padres (aunque podría tener alguna pariente no reconocida, como pronto se verá) ni familia. La familia vuelve a ser, sin embargo, su tema, como en buena parte del cine del autor: la complicada relación padre-hijo en Mundo grúa, la orfandad del Zapa en El bonaerense, la pérdida de los suyos para el protagonista de Nacido y criado, la familia rodante, la de El clan y hasta los propios Trapero en el corto Negocios, previo a Mundo grúa. Ahora, dando un salto mortal en términos de clase, tras haber inspeccionado largamente las fronteras de la marginalidad conurbana, Trapero se muda hasta la rica pampa húmeda, donde se yergue la impresionante estancia de la familia protagónica. Estancia del mismo color que la Casa de Gobierno, que según me comentaron sería en verdad la de Amalita Fortabat, representante de los que en verdad gobiernan.
La Amalita del caso es Esmeralda (la Borges). El viejo truco del patriarca moribundo es el macguffin que pone a funcionar la trama, motivando el reencuentro familiar de Esmeralda con sus hijas Mia (Martina Gusmán, junto al realizador desde Nacido y criado, con la única excepción de El clan) y Eugenia (la francesa hija de padre argentino Bérénice Bejo, coprotagonista de El artista), y más tarde también con el marido de Eugenia, Vincent (el venezolano Edgar Ramírez, recordado sobre todo por su impresionante protagónico en Carlos, de Olivier Assayas). Cercanos al núcleo familiar son el anciano Augusto (Isidoro Tolcachir), para quien el pater familiae agonizante trabajó toda la vida, y el hijo de éste, Esteban (Joaquín Furriel), que es además el abogado de los capitaneados por Esmeralda.
A pesar de que el título y la presencia de Graciela Borges hagan pensar en La ciénaga, La quietud (que, como allí, es también el nombre de la casa) parece, en su primera mitad, una suerte de Dallas pampeano. Hay muuuucha plata (no se sabe bien cómo hizo un mero empleado para reunirla, más tarde se sabrá), decorados ostentosos, gatos encerrados (Mia y su madre se odian), y todo esa obscenidad disfuncional está convertida en objeto de consumo, entre otras cosas por una cámara que en la apertura de la película sigue el ingreso de Mia a la casa y su andar por los pasillos, con un plano secuencia tan extenso y exuberante como el del comienzo de Animal. Uno de esos planos que piden contemplarse con un vaso de whisky en la mano, como quien aprecia las líneas de un super sport. Este acuerdo demasiado armónico entre forma y contenido se ve salpimentado por un factor exploitation que pone a Mia y a Eugenia al borde del incesto, sobre todo por una larga escena de masturbación a dúo donde la excitación de ambas crece hasta el orgasmo.
A cargo de todas sus películas desde Mundo grúa, de Trapero siempre se dijo que era un director con cabeza de productor. Esto es: uno que piensa en qué invertir, dónde ahorrar, qué poner o sacar para hacer diferencia, a qué festival o público apuntar y con qué recursos. En este caso, la carta de Trapero es la del ratoneo, con dos chicas lindas y sexys haciendo la cochinada. No sólo a dúo sino también con sendas infidelidades, que van echando leña al fuego -el afiche de la película, con Martina Gusmán y Bérénice Bejo mirándose con cariño y en musculosa, es un adelanto. Es en este punto donde uno recuerda la reciente Desearás al hombre de tu hermana, de la cual La quietud parece, por momentos, la remake prestigiosa. Allá también había dos hermanas muy sexualizadas, a cual más hot (Pampita y Mónica Antonópulos), haciendo “la porquería” con disparos cruzados. En la película de Diego Kaplan, la más excitada era la mamá (Andrea Frigerio). En la de Trapero, Graciela Borges se masturba, o al menos lo intenta, al escuchar cómo en la pieza de al lado su yerno hace gritar a su hija. Que no es su esposa. ¿Se entiende?
A la inversa de lo que podrán pensar las buenas conciencias, ese factor exploitation no es el que degrada a La quietud, sino el que le da una bienvenida inquietud. La película cobra vida, despierta, se asume en el momento en que Graciela Borges exclama “¡Morite, hijo de puta!”, y actúa en consecuencia. De allí en más es un derrape continuo, y siempre es más excitante, más aventurado contemplar un derrape que un andar calmo y sin accidentes. En medio de esta tendencia al vuelco de pronto se devela una trama secreta que constituye el mayor crimen familiar y que comunica nada menos que con la ESMA de tiempos de la dictadura. Es complicado fusionar explotación y conciencia porque la primera requiere necesariamente de un coqueteo con la inconciencia y la irresponsabilidad, y La quietud no sale airosa de esa ciénaga. Pero es preferible desbalancear por arriesgar demasiado, como en este caso, que quedarse corto por hacer lo correcto, como en El clan. Si aquella era una película cauta, temerosa y frustrante, esta es, como de costumbre en Trapero, exactamente lo contrario: riesgosa, lúdica, lanzada y algo chocante. Bravo por ello.
No puede dejar de dedicarse un párrafo a Graciela Borges, que a los setenta y largos es no solo un milagro de la naturaleza, sino que con la actuación más intensa de la película se ratifica (después de El jefe, Piel de verano, El dependiente, Crónica de una señora y La ciénaga) como LA actriz del cine argentino. “Gra” tuvo la desgracia de que ese cine resultó menor que su capacidad de actriz, impidiéndole sumar la cantidad de grandes actuaciones a las que estaba destinada. Cuando se le da la oportunidad, como en este caso, le saca todo el jugo posible.