Pablo Trapero es uno de los (pocos) autores que tiene el cine argentino. Su estilo, siempre en tensión, nos habla de un misterio que se esconde debajo de la normalidad, y de personajes cuyo entorno cambia sin que ellos mismos puedan comprenderlo casi hasta el final. Aquí tenemos un melodrama familiar, el encuentro de dos hermanas en un campo de la familia, bajo la supervisión de su madre (una terrible, perfecta Graciela Borges). Ese reencuentro de superficie es, en el fondo, un descubrimiento, el de una verdad oscura donde la familia hunde raíces. Aunque Trapero mantiene un control absoluto de la puesta en escena -algo que pocos realizadores nacionales logran con el sentido que tiene el creador de Mundo Grúa- hay en este film que parece íntimo una intención de totalidad, de explicar de dónde viene el mal en el mundo -el país- en el que vivimos. Cada plano de la película (que no carece de cierta ternura, algo que también aparece en otros filmes aparentemente terribles del director como Leonera o Carancho) sostiene una enorme tensión, está cargado con los elementos de la asfixia, aun en los momentos en apariencia más distendidos. En la presencia de ese malestar constante, casi un fantasma o una aparición sobrenatural, reside gran parte del mérito de la película, incluso cuando, en otros aspectos, parece no llegar del todo al punto. La idea de un relato tradicional que estalla por la interposición de algo terrible, de todos modos, es muy buena y se mantiene a lo largo de toda la película.