Audaz, inquietante y por momentos incómoda, Trapero se la juega por una historia simple pero arriesgada que se mantiene a flote por la tensa atmósfera que genera, su belleza estética y la buena labor de sus intérpretes.
A lo largo de sus casi 20 años de carrera, Pablo Trapero pasó de ser un cineasta fundamental del nuevo cine argentino con sus películas independientes (Mundo Grúa 1999, El Bonaerense 2002) a director de la producción nacional más grande y taquillera del 2015 (El Clan). En esta —su novena película como director— el director se la juega por una historia simple pero con una apuesta audaz y provocativa en su tono.
Mia (Martina Gusman) vive junto a su madre Esmeralda (Graciela Borges) y su padre en la bella y pacífica finca familiar llamada La Quietud. Cuando su padre sufra un ACV mientras testificaba ante un fiscal y quede en coma, su hermana Eugenia (Bérénice Bejo) regresa de París para acompañar a la familia en este difícil momento. El reencuentro de las hermanas, los favoritismos de los padres, la presencia de Vincent (Edgar Ramírez), el marido de Eugenia, y Esteban (Joaquín Furriel) -contador amigo de la familia- destaparán una trama de secretos, mentiras y tensión sexual que amenaza con destruir la aparente paz del campo.
Lejos estamos del primer Trapero minimalista e independiente (Mundo Grúa, El Bonaerense) que luego evolucionó a un cineasta con proyectos de mayor talla con cierto compromiso social (Carancho, Leonera, Elefante Blanco). El director siempre se caracterizó por no enfrascarse en una temática concreta e ir construyendo su estilo mientras explora distintos relatos. La Quietud nos invita a espiar en la intimidad de una familia burguesa de apariencia perfecta que oculta una gran cantidad de secretos y miserias enterradas a lo largo de su historia.
Graciela Borges en el papel de rigurosa y gélida matriarca que no oculta el favoritismo por una de sus hijas (y el desprecio hacia la otra) es la principal fortaleza de la película. Esmeralda es la titiritera que maneja los enredados hilos de su núcleo familiar y sus allegados. La reina del cine argentino logra devorarse la atención del espectador y secuestrar cada escena como si hubieran sido diseñadas exclusivamente para su lucimiento.
Si bien Borges es “la cabeza” de la película sin dudas las hermanas son el corazón. Su vínculo es el más fuerte y deberá resistir las olas de secretos y mentiras que amenazan con destruir ese amor fraternal, el único lazo puro y real que parece existir en la película. La química y complicidad que comparten Martina Gusman y Bérénice Bejo es tan auténtico que cuesta creer que no sea parientes en la vida real (y el parecido físico también ayuda). Edgar Ramírez y Joaquín Furriel aprueban con creces en sus roles secundarios pero no son más que accesorios para la trama relegados a un segundo plano por las mujeres de la historia. Esto no es una falla de construcción de personajes, es por diseño, el universo de La Quietud es profundamente femenino.
Trapero se arriesga con un tono que por momentos se vuelve incómodo (hay algunas escenas de alto voltaje y en la película se habla de sucesos bastante oscuros de la historia de nuestro país) y se luce como un gran generador de climas y atmósferas. La Quietud no podría sostenerse sin eso. Una vez más demuestra su ojo experto que explota la belleza del entorno rural con planos de gran riqueza visual y algunos ejercicios de cámara muy bien logrados (un plano secuencia en el segundo acto de la película es verdaderamente excelente).
La Quietud logra cumplir con las expectativas que genera como una de las grandes apuestas del cine nacional del año. Una película audaz que se atreve a salir de la zona de confort de las historias familiares intimistas sin caer en el melodrama con dos protagonistas que brillan a la hora de vendernos ese amor de hermanas. Un amor que (en consonancia con la canción que funciona como leitmotiv de la película) arrulla, ahoga, aplasta y te desarma.