UN SALTO AL VACÍO
Si bien hace tiempo que Pablo Trapero se ha convertido en un director mainstream, hasta ahora su cine no se había apartado del todo de sus temas y personajes habituales. Por más dinero invertido en sus películas y por más búsqueda de un público masivo que uno pudiera señalar. Leonera, Carancho, Elefante blanco, El clan formaron parte nuclear del proceso de “industrialización” del cine argentino de las últimas décadas, pero los mundos retratados no dejaban de pertenecer a esos márgenes que Trapero gustó transitar desde Mundo grúa en adelante: si la familia de El clan es de una clase media con privilegios, su ingreso en el mundo del hampa y el crimen los pone en otro lugar. Por eso que La quietud representa un salto al vacío en su carrera: la película luce todo lo profesional que lucen sus últimas películas, pero el mundo que retrata, el muestrario de personajes, pertenece a otro lugar, a una clase acomodada, adinerada, de enormes casas en el campo y vida en el extranjero para contar anécdotas del mundo. Si el cine de Trapero contaba historias de aprendizajes sobre personajes que ingresaban a universos impropios, esta vez el que ingresa a un lugar que no le pertenece es el propio Trapero. Y con él, de la mano, el espectador, en una experiencia por momentos desconcertante.
El ingreso a ese mundo es más que explícito en el prólogo película: allí la cámara acompaña a un personaje mientras abre puertas y recorre los pasillos y las habitaciones de La quietud, la estancia familiar que será el espacio fundamental del film. En el epílogo, el movimiento hará el sentido contrario clausurando los espacios. Allí la cámara de Trapero se pasea con una elegancia que por momentos luce virtuosa y por otros un tanto antojadiza, como se viene moviendo en sus últimas mañosas películas (Elefante blanco, El clan), más preocupadas en el efecto que en el rigor narrativo. Trapero supo construir en sus películas durante mucho tiempo un discurso propio, que tomaba aspectos del cine latinoamericano y sus conflictos sociales para solidificarlo con una estructura clásica propia del cine norteamericano. Su cima en ese sentido sería la notable Carancho (a partir de esta película, además, comenzó a coquetear con el star system nacional). Lo interesante, en todo caso, era que lo autoral se retroalimentaba de lo prediseñado y viceversa, para crear un lenguaje personal. Si con Elefante blanco y El clan uno veía reiteraciones que eran más una parodia de sí mismo hasta vaciarse de sentido, en La quietud se observa una saludable pulsión casi obsesiva por correrse del camino trazado y buscar otros horizontes. La apuesta es respetable (siempre lo es cuando alguien busca desaburguesarse), incluso también lo es su nivel de provocación con esta historia de represiones sexuales intrafamiliares y amores incestuosos. Pero el modelo elegido por el director ahora es cierto cine europeo, especialmente el nórdico, atravesado por tensiones psicológicas y una buena dosis de morbo. Y hay algo que Trapero no termina de domar ni controlar.
A diferencia de sus personajes, que buscaban la forma de sobrevivir a mundos ajenos, Trapero en La quietud se enfrenta a lo desconocido sin saber muy bien qué hacer. Para el director, la burguesía es un teleteatro de las cinco y el registro es el del culebrón. No hay nada de malo en eso y hasta podría ser divertido, si Trapero fuera un director con sentido del humor, algo que aún en sus mejores películas siempre faltó a la cita. La quietud es una película que busca el kitsch a los gritos, algo que el director comprende a partir del uso de una banda sonora con alta dosis de melodrama, pero donde las imágenes y las actuaciones no terminan de encajar en el juego. La impar Desearás al hombre de tu hermana es un buen ejemplo del lugar hacia el que podría haber ido esta película (incluso se le parece argumentalmente), si Trapero no se mostrara tan incómodo al trabajar estéticas pueriles que pusieran en duda su estatus actual de autor de cine festivalero. El tironeo entre el drama ascético bergmaniano y el culebrón a lo Alberto Migré es lo que hace ruido en La quietud porque se resuelve por el lado del control excesivo de las formas.
Hay una sola escena en la que la película parece lanzarse al disparate y tener vida (no, no es el fallido plano secuencia en un funeral), y es una cena compartida entre Edgar Ramírez, Graciela Borges, Martina Gusmán y Joaquín Furriel. Allí el diálogo disruptivo, irónico, se impone y se pone en evidencia lo mejor de La quietud: que es Graciela Borges, que brilla con luz propia y cuando ella comanda las acciones todo crece. Su presencia de diva fantasmal recorriendo los pasillos de la mansión es lo que unifica conceptualmente a la película, lo que hace que los mundos disonantes que Trapero quiere juntar con pegamento fusionen y hagan sistema. Allí adivinamos lo “alto” y lo “bajo” de la cultura arremolinándose y creando una brisa saludable. Cuando esto no sucede, La quietud es un ridículo constante e involuntario que se balancea entre la provocación fatua y los caprichos de un director pretencioso.