Hay una frase, de boca de Esmeralda (una Graciela Borges que demuestra por qué es una diva del cine nacional) que marca un quiebre en La quietud, el noveno filme de Pablo Trapero, realizador de películas tan disímiles como Mundo grúa y El Clan.
Marca un desafío artístico y comercial como no había afrontado hasta el momento. Porque La quietud arranca como un relato intimista, y femenino, de un tipo como el que Trapero no encaró, y que luego tiene implicancias sociales e históricas que se suman a las de la intimidad de las relaciones familiares.
La quietud es una estancia donde vive tranquilamente Esmeralda junto a su esposo y su hija menor, Mia (Martina Gusman). Cuando el escribano sufre un ACV en plena presentación judicial a la que lo citaron, Eugenia, la hermana mayor (Bérénice Bejo) llega desde París para acompañar al padre enfermo.
El regreso de Euge trastoca esta tranquilidad, esa quietud. Por un lado, porque tiene una relación muy franca y cercana, se diría simbiótica con Mia.
Es que es mucho lo que comparten.
Y por otro, porque Esmeralda tiene una clarísima predilección por Eugenia, que Mia no entiende el porqué, mientras ella siempre ha endiosado a su padre. Una relación edípica.
Trapero se regodea, y no es un menoscabo, con las escenas de relatos eróticos en pleno auge de empoderamiento femenino, con sexo fuerte y muchas posiciones fetales. El filme parece tomarse sus tiempos para desandar luego la historia que primará, pero siempre con Mia y Eugenia como personajes centrales. Por más que Esmeralda talle, y bien fuerte.
Y como si el nombre de la estancia hiciera eco a cierta calma que imperaba allí. Hasta que, claro, se produce el quiebre.
Los personajes masculinos –el marido de Euge, interpretado por el venezolano Edgar Ramírez (La chica del tren, Manos de Piedra), un letrado más que amigo de la familia, interpretado con la solvencia acostumbrada por Joaquín Furriel- acompañan. Trapero posa la lente en las mujeres, en lo que secretean, se guardan y revelan. No parecen “transformarse”, sino que sufren una implosión.
Y lo que salga de ello es, claramente, imprevisible.
Es en ese afán de imprevisibilidad tal vez que Trapero apela, desconcierta con las canciones de la banda de sonido. Como Le rempart, cantado por Vanesa Paradis, o People2, de Aretha Franklin, y el tema que funciona casi como un leit motiv, Amor completo, por Mon Laferte.
Porque La quietud busca, y logra inquietar, perturbar. Trapero saca de cierto lugar de confort al espectador, y cuando deja el virtuosismo visual del comienzo para hincar el diente en la trama, desgarra donde debe.