Eutanasia canina, alcoholismo, una madre abandónica, violencia de género, cáncer. Este dramón apunta con munición gruesa al corazón y los lagrimales del público... y falla. Y tampoco seduce por el lado zoológico. ¿Es posible que una película protagonizada por perros no cautive ni a los canófilos más fanáticos? Es posible.
El esquema es el mismo de la entrega de 2017, dirigida por Lasse Hallström. El alma de un perro va reencarnando de cuadrúpedo en cuadrúpedo y siempre con un mismo propósito: en este caso, la protección de CJ, nieta de Ethan, el mismo personaje que el inoxidable Dennis Quaid hizo en la primera.
Así, los caminos de estos animales se cruzan con el de la chica en las distintas etapas de su vida, y siempre actúan como ángeles de la guardia. Se trata de cuatro canes de raza, entrenados para hacer las más adorables morisquetas.
Pero el encanto que podrían tener estos ejemplares de publicidad de Royal Canin se desvanece por culpa del recurso que debería darle gracia a la película: una exasperante voz en off (a cargo de Josh Gad) que, en primera persona, nos va contando los razonamientos perrunos.
Mientras, los seres humanos van tejiendo una historia minada por los golpes bajos más variados, con diálogos de culebrón y alguna que otra frase edificante. Los mejores amigos del hombre se merecían algo mejor.