Y llegó la secuela del perro que habla en off -es decir, solo escuchamos sus pensamientos los espectadores, no los personajes humanos ni los otros personajes perros- y que eventualmente muere y reencarna en otro perro, o perra (aunque la voz siempre sea masculina). En esta ocasión, Dennis Quaid -que recién aparecía en el tramo final de la primera entrega- está sobre todo presente al comienzo, pero la protagonista es la bebé-niña-adolescente-joven CJ. Y, claro, los perros -el perro- que son claves en su vida.
Al igual que en la primera entrega de 2017, estamos ante un cine de tosquedad emocional artera, de recursos que de tan directos -casi que se ven las indicaciones orquestales al grito de "¡hagan llorar ahora!" o "¡hagan llorar más rápido!"- pasan a aniquilar cualquier posibilidad de empatía, y de un diseño de personajes tan pero tan básico que incluso hasta el casi siempre digno Quaid parece tirar la toalla al final y se pone a payasear mal maquillado como anciano (entre el recurrente cielo canino, el tiempo que propone es difícil de asimilar, pero tampoco importa demasiado).
Esta segunda parte -con un director con mucha menos trayectoria que el sueco Lasse Hallström- es de alguna manera más bestialmente directa, lo que funciona para bien con algunos momentos de humor más despreocupados, y para mal con algunos "temas actuales" puestos de manera ultrademagógica, casi insultante.