Espíritu desierto
Eduardo (Diego Peretti) es un hombre amargado, seco y áspero como el paisaje que lo rodea. Trabaja en la extracción petrolera -podemos observarlo en toda su dedicación durante un largo rato- y su hobby es cazar liebres; no tanto así limpiar su casa, donde vive solo.
Más allá de su aspereza, poco podemos saber en principio sobre el personaje, gracias a su parquedad y su habilidad para evitar cualquier tipo de interacción social. No hay mucha indicación de por qué es así, en un principio, sólo que lo es. Y nos queda en claro: a lo largo del primer acto de su film, Juan Taratuto insiste en demostrar una y otra vez las características de su protagonista.
Por otro lado, hay una abundancia de planos dedicados a los viajes en ruta de sus personajes que parecieran jugar más a favor de la marca a la que pertenecen los autos y el sistema de transporte de la región sur del país que a la supuesta idea introspectiva que pareciera querer construir el director, ya sea por su cantidad como su calidad.
Pero como bien indica el título, hay un hecho que para Eduardo implicará el reconstruir ciertos aspectos de su vida -por lo menos, sus habilidades sociales. Al Scrooge patagónico no lo visitan tres fantasmas en Navidad, si no que es él el que tiene que ir hasta Ushuaia, donde vive su ex compañero de trabajo Mario (Alfredo Casero), tras mucha insistencia de éste. La excusa es una serie de estudios médicos para los que Mario tiene que internarse, por lo que Eduardo quedaría al cuidado del negocio y -de paso- de su familia: su mujer Andrea (Claudia Fontán) y sus dos hijas adolescentes.
La inserción de Eduardo al grupo y la rutina familiar -así como las actuaciones de Fontán, Casero y quienes interpretan a sus hijas, con una cotidianeidad que fluye de forma natural- imprime una nueva dinámica al film. Mientras el protagonista vuelve lentamente y con resistencia a la vida (y aparecen indicios de quien tal vez fue), el film un poco también. Taratuto logra retratar una dinámica típica, la de un matrimonio y sus dos hijas en plena adolescencia, y al mismo tiempo todo lo que encierra como trama de relaciones -más allá de griteríos como índice de la vorágine diaria de responsabilidades a los que muchos otros se limitan. El director y guionista logra construir en esa familia a personajes con actitudes verosímiles. A la vez, deja lugar para un par de ideas originales, como un plan para ayudar a que una de las chicas pase un examen.
Sin embargo, un nuevo conflicto más adelante en el desarrollo de la historia implica una cierta vuelta al tono más sombrío del inicio de La Reconstrucción. De todos modos, no se regresa al ritmo lento aunque distante con el que presentaba a Eduardo (por suerte). Es imposible, porque ahora hay otros personajes involucrados; como también es imposible volver a la situación previa, dado el quiebre narrativo que el director propone. El film, después de todo, es un drama y Taratuto realmente se esfuerza en dejar en claro que nada tiene que ver con las comedias con las que hizo su nombre (aunque alguna de éstas tampoco tuviera un final ingenua y típicamente feliz).
Es tal vez en este esfuerzo por demostrar el tono apesadumbrado del film y su protagonista, que La Reconstrucción pierde buena parte de su fuerza potencial como relato, que de por sí no es una historia innovadora. Sin embargo, es importante reconocer la habilidad de Taratuto y su elenco para no recaer en cierta sensiblería cliché del género, o por lo menos lo logran durante la mayor parte del film.