Apenas el fin del mundo
Diego Peretti interpreta a un hombre solitario que vive en el sur, estancado en su angustia existencial. Hasta que un hecho inesperado lo “acorrala” en Ushuaia.
Un hombre aislado, perturbado y a la deriva, en medio de Patagonia, rodeado por un áspera atmósfera que refleja su estado anímico. El cine argentino ha dado muy buenos filmes con este lineamiento general. Por ejemplo, ciertas películas de Carlos Sorín, como la última, Días de pesca; o Nacido y criado, de Pablo Trapero; o El aura, de Fabián Bielinsky; o Las vidas posibles, de Sandra Gugliotta (en este caso, es una mujer la que está a la deriva). El asombro principal que provoca La reconstrucción, que podría inscribirse en este grupo de dramas, es que fue hecha por Juan Taratuto y Diego Peretti: una dupla a la que todos vinculábamos con la comedia romántica.
La película, a la manera de las mencionadas -sobre todo, de Nacido y criado-, está construida en base a silencio y dolor y duelo y culpa, con poca acción, con pocos diálogos. En primer plano, la muda angustia existencial, la inmovilidad, el vacío. Los vacíos: el que padece el protagonista y el que transmite la película, para que el espectador lo complete subjetivamente. Y sin embargo, a pesar de su austeridad narrativa, La reconstrucción muestra alguna ampulosidad, algún exceso de énfasis a la hora de representar la tragedia y el posible intento de mitigar sus daños.
Eduardo (un lacónico, hierático, aunque hiperexpresivo Peretti) trabaja en una compañía petrolera del sur. Lleva el pelo grasiento, camperón naranja y guantes sin dedos, tan mugrientos como sus uñas crecidas. Vive solo, en un estado de abandono casi salvaje: un lobo estepario. Habla, apenas, cuando se ve obligado a hacerlo: apático, con la infinita indolencia del deprimido. Es, no sabemos por qué, una suerte de ermitaño, de penitente. Hasta que un amigo, Mario (Alfredo Casero), le pide -una y otra vez- que viaje a Ushuaia, donde él vive con su esposa (Claudia Fontán) y sus dos hijas adolescentes. Eduardo finalmente lo hace, de muy mala gana.
Allá, un hecho inesperado por casi todos le agregará drama al drama contenido del protagonista. Un giro que, para bien o mal, impactará en su mente autoflagelada y lo encerrará en una situación de la que le costará, esta vez, escaparse. Taratuto y Peretti evitan explicar los cambios internos de Eduardo: prefieren mostrar, con saludable ambigüedad, sus efectos externos. Aunque en una secuencia, sí, le permitan desahogarse contando datos de su pasado.
El arte y la fotografía son impecables. Taratuto no cae en la tentación de la postal turística y nos hace sentir, de un modo casi físico, el frío, la desolación, la tristeza de lado B de Ushuaia, con su luz melancólica, comparable, fuera de la Patagonia, con la que suele capturar Aki Kaurismäki en Finlandia. Pero el fin del mundo argentino transmite, también, la sensación de que se puede recomenzar. No la certeza. Espacio de rara convivencia de la esperanza con la pena.