Cuando el alma duele
En su cuarto largometraje, el realizador argentino Juan Taratuto se arriesga con un fuerte cambio de género, tono y registro. Si bien mantiene a Diego Peretti como protagonista, se sumerge en terrenos más ásperos y oscuros. Ese cambio también se refleja en el paisaje: abandona la gran ciudad para viajar hasta el sur patagónico donde aborda conflictos y sentimientos inéditos hasta ahora en su filmografía (“No sos vos, soy yo”/ “Quién dice que es fácil” y “Un novio para mi mujer”).
Eduardo (Peretti) es un obsesivo y eficiente trabajador en la dura industria del petróleo. Desconectado de cualquier tipo de emoción, parece una isla abandonado en sí mismo: se desentiende de sus dolores físicos y de su apariencia, está siempre desalineado, no se saca los guantes de trabajo ni para comer y duerme como un faquir sobre una cama que parece una catrera de campaña. De su pasado nada se sabe pero sus días presentes lo muestran en una soledad que solamente mitiga trabajando. No es casual que sean las vacaciones impuestas por reglamento, lo que dispara el proceso de humanización del personaje. A pesar de su desinterés por todo lo que lo rodea, aparece la decisión de ocupar su tiempo libre con un amigo lejano que necesita de su ayuda. Él no sabe bien los detalles pero parte hacia Ushuaia para averiguarlo.
Hasta aquí, las palabras se escuchan como con cuentagotas y las acciones con planos y gestos elocuentes. Todo converge para transmitir el grado de aislamiento, desconexión y amargura que acumula Eduardo bajo una máscara impasible. Fuera del marco de una estética televisiva, desde la puesta en escena y el montaje, la vida aparece mirada por los cristales del protagonista, con un guión trabajado desde el punto de vista de la puesta en escena y la parquedad verborrágica de los personajes.
La mirada optimista
El dolor, sus efectos y reparaciones son el gran tema de la película pero no tanto el dolor físico sino más bien el sufrimiento interno. La pérdida irreparable en la historia que se cuenta es un punto de giro en la vida de cada uno de los personajes y la posibilidad de reformular; de seguir viviendo y aceptando que es así. La reparación o reconstrucción es intrínseca, comprendiendo que la muerte es parte del contrato, que está en el tablero de juego, aunque no se quiera ver. La película subraya la posibilidad de que las pérdidas deberían potenciar los lazos que subsisten. Al hablar del dolor, el poeta César Vallejo decía que “... de resultas del dolor,/ hay algunos que nacen, otros crecen, otros mueren’’ . Es una de las opciones para este personaje, que comienza acorazado emocionalmente, pero que logra ponerse en movimiento. Sin buscarlo, el azar golpea a su puerta para darle la posibilidad de volver a construirse.
A pesar del componente dramático, el director asegura que este filme tiene la esencia de sus tres comedias anteriores que coinciden en el interés de ahondar en las relaciones humanas. El enfoque puede ser algo más duro que en las otras, pero esa esencia se mantiene. Eduardo comienza a transitar un camino que viene desde su pasado y que lo pone en el presente con la necesidad de bucear más profundo, tal vez de forma muda, pero siempre con movimiento. La película tiene una mirada optimista de la vida, porque sigue atravesando historias de personajes, de relaciones humanas que pueden mejorar, de ahí la continuidad. “La Reconstrucción” abre un mundo que sigue decantando después de verla, emociona desde lo profundo. Párrafo aparte merece la sensible iluminación, sorprendente en algunas escenas intimistas, como una de las más dramáticas entre los también buenos actores Claudia Fontán y Alfredo Caseros -que se muestra a contraluz- donde el espectador se siente un espía de momentos inefables. Allí, además, con naturalidad asombrosa el guión se permite un guiño cómico para cerrar un momento de máxima emoción.