Crónica de una muerte anunciada
El director surcoreano Kim Ki-duk vuelve a las pantallas argentinas con una clara misión: denunciar a través de La Red (Geumul, 2016) las atrocidades cometidas -y silenciadas- por las fuerzas especiales de la península coreana y evidenciar la inexistencia de la unidad asiática. Aquí no hay grises: se es Comunista (Norte) o Capitalista (Sur). Dos polos, antagónicos, que coexisten en la República Oriental y utilizan el cine como herramienta propagandística para amurallarse -aún más- y (trans)formar la ideología vecina. Como es sabido, en un principio Corea del Norte tuvo las de ganar en el séptimo arte mediante el revolucionario ex líder Jucge, Kim Jong-il, que incursionó exitosamente en la materia pero quedó trunco cuando su obsesión por alcanzar reconocimiento y poner en un pedestal al cine norcoreano lo llevó a secuestrar dos actores de renombre para rodar sus películas. El caso salió a la luz y el tablero se inclinó a favor del cine surcoreano que retomó la partida de la mano del realizador vanguardista Ki-duk, que en 2003 subió a la cresta de la ola cuando se estrenó Primavera, Verano, Otoño, Invierno…. y otra vez Primavera (Bom yeoreum gaeul gyeoul geurigo bom, 2003), con sus personajes practicantes del budismo que promovían “Paz y Amor” bajo el lema “Namasté”. Hoy su amplia trayectoria, que tiene como íconos los thrillers La Isla (Seom 2000) y Piedad (Pieta, 2012), marcaron el pulso de su carrera. Ahora es el turno de La Red, que a diferencia de los trabajos precedentes, no se destaca por la fotografía ni la creatividad del guión, pero encuentra brillo propio.
Por primera vez, Ki-duk incursiona el terreno político. El guión es claro y conciso: intenta ir contra el dicho “El pez por la boca muere” y apela, netamente, a mostrar cómo un ciudadano asiático queda atrapado en una red monstruosa que, a toda costa, lo acusa de espía. Muestra cómo, a veces, el destino desgraciadamente se manifiesta en detrimento a los más débiles. El realizador intenta desenmascarar las dos caras de la misma moneda: en ambos extremos hay corrupción y nulo respeto a los derechos cívicos.
La trama gira en torno a cómo un pescador norcoreano, Nam Chul-woo (Ryoo Seung-bum), de arraigado patriotismo comunista, sobrevive en plena jornada pesquera a una tormenta brutal que rompe el motor de su lancha; la da vuelta, lo deja semiinconsciente y es arrastrado por la corriente al Mar del Sur. Al despertar en terreno capitalista, decide reparar su lancha y regresar lo más pronto posible, junto a su familia. Pero las fuerzas adversas -“Seguridad Estatal”- lo descubren y acusan de espionaje, sometiéndolo a constantes interrogatorios y torturas para que declare cómo llegó allí. ¿Podrá Nam cumplir su anhelo? En esta línea, monótona, avanza el film: Nam, falsamente acusado, queda atrapado en la red del capitalismo. Recorre sus imponentes calles plagadas de cosplayers –fieles al estilo Pokémon– y, abrumado por las vidrieras plagadas de objetos electrónicos, inimaginables, en su acotado universo, intenta huir. Aquí es interesante el parate que hace el realizador: cuando las luces se apagan y el sol se esconde, desaparece la lujuria y con ella nace el lado oscuro. Emerge la noche, y con ella sus vicios, las drogas y los innumerables excesos, como la prostitución. Ki-duk materializa en una escena donde Nam conoce, fugazmente, a una joven que -al igual que él- también está atrapada en la red y vende su cuerpo para salvar a su familia. Ella le deja una inolvidable lección: “El dinero no es todo. El mundo desarrollista no implica felicidad para el pueblo”. Acto seguido, podría haberse echo una elipsis y ponerle punto final a la cuestión, pero el realizador va por más y, pese al ritmo lento que acompaña el relato, mecha mensajes que estratégicamente funcionan.
La Red intenta rescatar al pez que, erróneamente, fue cautivo. En efecto, esta pesadilla que vive el norcoreano mientras sueña con la libertad deja un sabor amargo y abre una incógnita: ¿Es, quizás, otro ataque a las reglas del líder Kim Jon-Un? O simplemente, ¿Querrá calmar las aguas entre la península occidental? Lo cierto es que logra que el público se ponga los zapatos de Nam y sienta compasión por él mientras desliza la idea que ningún extremo de La Red es bueno. El relato tiene impronta: incomoda, inquieta y abruma frente a las injusticias que padece Nam para probar su inocencia ante la “autoridad” que se abusa de su “poder” en el centro clandestino de detención. Los personajes interpelan a la perfección la psiquis del espectador unidireccionalmente para ridiculizar la compleja y alocada política ideológica que promulgan los dos bandos de Corea mediante una dictadura absurda. Kim-duk logra su objetivo: atrás quedó el universo plagado de violencia explicita visto en Hierro 3 (Bin-jip, 2004), y abre paso a la violencia implícita, focalizado en un grito de socorro, para derribar la eterna muralla que afecta la península coreana que no ve que en conjunto está provista de armas para reinar y atemorizar a Occidente. Esperemos que La Red no corra con la misma suerte de su colega Dan Sterling, director de The Interview (2014), quien fue demandado por el líder Kim Jon-Un al sentirse burlado por la industria hollywoodense, y pueda ser vista metafóricamente como un intento más de abrir la puerta al diálogo y la reflexión. Esta claro que si hay algo para rescatar de esta trama es que es, gracias a los medios, y en este caso el cine, esta cuestión se visibiliza. ¿Servirá para tender puentes entre el régimen de Kim Jon-un y el mundo?